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Portada, Actriz, Elisa Giraldo Garnier. © Foto Jorge Eliécer Pardo |
Los otros
—Jorge Eliécer Pardo—
“Yo era un hombre: ahora soy cinco.
De mi primer yo
tengo la pierna izquierda. La atarrayaron en un recodo del río. Creó
especulaciones porque no hacía juego con las derechas, la rebautizaron con
nombre completo en dictámenes forenses. Mi dedo pulgar fue devorado por los
peces. Me juntaron en la misma bolsa negra con piernas izquierdas desiguales,
desnudas. Suma de evidencias y mutilaciones.
La cabeza de mi segundo
yo fue encontrada bajo tierra con otras. En la neblina de mis pupilas el
aserrador, pero los desenterradores no lo vieron o no quisieron verlo. Me
reseñaron con mi nombre y cédula porque mi hija menor identificó el pedazo de
oro en una de mis cordales. Algunas cabezas que me acompañaban eran amigas,
otras desconocidas. Oí decir, antes del degollamiento, que se llevarían
evidencias o pruebas reinas para otro caño pero el comandante ordenó meternos
en la fosa que nos hicieron abrir.
A mi tercer yo
lo transportaron en camioneta hasta las afueras del pueblo, abajo del río.
Varios torsos punzados, desangrados, abiertos, repletos de cal y canto con piedras
redondas. El río se secó y quedamos varados entre lodazales y manglares,
golpeados por peñascos, náufragos impenitentes. Nos descubrieron los rivereños,
dieron aviso y nos documentaron en una nueva lista; sólo distinguían hombres de
mujeres. Nos transbordaron a otro anfiteatro, lejos de mi pierna izquierda y mi
cabeza.
Mi cuarto yo no
tenía dedos, cercenaron las huellas digitales; los picaron con carpos ajenos,
mezcla macerada en vísceras de vaca, sopa para los dóberman de los asesinos. Me
los quitaron antes de mi cabeza, los vi saltar sobre la palangana. Los otros
también palpitaban destilando sangre. A dos kilómetros hallaron vómito de
perro, revoltura de uñas y líquidos. Nos patentaron en otras listas, con otros
apellidos, para desentrañar a quiénes pertenecían los apéndices.
Mi quinto yo,
o pierna derecha, nunca fue hallada, permanece bajo las raíces de una ceiba
madre, sola, a la espera del milagro.
Quisiera volver a ser uno y no cinco; uno en las listas
de los desaparecidos y no cinco; uno perfecto en la muerte, la vida y la
memoria”.
Reflexiones sobre literatura y guerra
Poeta Liz Candelo. © Foto de Jorge Eliécer Pardo |
El hombre de mi relato es la voz de nuestra historia en
la guerra y después de la guerra. Desmembrada, perdida tras los velos de la
memoria. Tejida en los cuerpos marcados por las huellas de la indefensión.
Sus partes deben ser recompuestas para que las voces de
los sacrificados recuperen lo usurpado. Nosotros que aún estamos completos en
el cuerpo, no podemos decir que lo estamos en la deuda con la historia.
Esta es la voz de los que viven en mi, los que claman y
exigen con mi palabra sus vidas taladas en la guerra que muchos no comprenden.
Oigo en el fondo de mi dolor social, ese grito de ¿por qué nosotros, si somos
huérfanos de todo? No hay respuesta posible al desangre de los inocentes. ¡Qué
vergüenza con nuestras mujeres, nuestros niños y nuestros ancianos!
Quienes no hemos asesinado o propiciado la muerte,
ofrecemos compasión, respeto y, con más de cinco generaciones, plantamos la
palabra esperanza en las fosas comunes, en el horizonte infinito de un amanecer
que de luces al futuro de quienes tienen voz en el posconflicto, para darla a
los que aún siguen enmudecidos en la
historia aciaga del tiempo que nos tocó vivir.
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© Foto Jorge Eliécer Pardo |
Nos han despedazado el espíritu y es tiempo de repararlo, otorgando la palabra. El duelo comienza con la palabra. Desde la noticia triste que nadie quiere pronunciar hasta la despedida en el responso final, o en los recuerdos que quedan deambulando mientras los ritos de los adioses llenan salas, iglesias, cementerios, montañas y ríos. Para el duelo ocasionado por la guerra se hace necesaria la palabra. A pesar de que es la primigenia para conjurar el dolor en la mayoría de las confrontaciones, la palabra se engrandece frente a la muerte y más frente a la desaparición, el secuestro, el fusilamiento. La palabra que reconstruye, aunque dolorosa, permanece y, muchas veces, perdona. Es como un nacimiento al revés.
A múltiples generaciones les
han exigido silencio, les han quitado la palabra, prohibido nombrar a víctimas
y victimarios. La palabra también desde la retórica ha ordenado amordazar a
quienes pretenden reclamar a sus muertos, a sus desaparecidos. El despojo de la
palabra es más grave que el de las tierras. En el éxodo y el desplazamiento, en
ciudades donde deambulan los parias de la guerra, la palabra también enmudece.
La palabra puesta en boca de
los victimarios llena páginas, la de las víctimas es rescatada por los
comprometidos con el derecho a la vida. Por eso hay que hacer la expedición
al olvido. Sólo reconociendo y permitiendo reconocer los horrores de la
guerra las víctimas podrán llorar a sus ausentes y hacer el duelo raponeado por
la historia y el poder. No importa cuánto dolor haya que superar en esa
expedición triste y sacrificante. Es una obligación que la literatura y el arte
se ocupen de estos temas por más truculentos que sean. Estamos avocados a
asumir la estética del horror así, los que quieran evadirla por lo descarnada,
elucubren teorías sobre la belleza del arte por el arte. Se oye decir que a los
hechos históricos hay que darles tiempo y espacio para la reflexión, pero la
misma historia nos ha enseñado que los verdugos no tienen espacio ni tiempo y
se multiplican en la miseria.
Como hemos perdido la capacidad
de escuchar, hemos perdido la de hablar. Los testimonios directos de la
dolorosa historia del país se pierden y son reemplazados por las crónicas
superficiales de periódicos y revistas, de tele noticieros y publicaciones
descontextualizadas.
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© Foto Jorge Eliécer Pardo |
La memoria de los pueblos no la
hace la memoria de los gobiernos, sino los relatos de quienes han vivido desde
la marginalidad y la desigualdad, el despojo, la tortura y la desaparición. La
memoria de los pueblos no está en los manuales de la historia parcializada,
sino en las voces populares locales, regionales y nacionales, la palabra
revivida en el poema, la música, el cuento, la novela, la danza, el teatro, las
artes plásticas, la fotografía, el cine, que reconstruyen la épica de las derrotas.
Sabemos que la historia la escriben los vencedores mientras la memoria la
guardan los pueblos.
La palabra debe empezar a
nombrar y llenar los vacíos de la memoria, los baches de la historia. La
palabra debe ser entregada a quienes han padecido la mudez impuesta por los
supuestos dueños de “la verdad”. Las nuevas generaciones deben conocer los
procesos tristes del pasado y no la inmediatez del presente tamizado por los
lenguajes mediáticos.
No somos asesinos, no es el
destino el que nos ha marcado el sino doloroso que hemos sufrido. Nos han
devenido asesinos, víctimas y victimarios. Quien carga la responsabilidad de
una masacre, de un bombardeo, jamás repondrá su débil conciencia de haberlo
permitido. Pero la palabra podrá reconciliarlo, quizás un día perdonarlo si
ella permite que el dolor se llene, aunque jamás se complete.
Los peores crímenes son los que
ejerce el Estado contra los indefensos con sus ejércitos, constituidos para la
defensa de los ciudadanos y no para la alianza con criminales. La palabra
señala, reconoce, hace renacer la confianza.
La historia de Colombia esta
siendo lentamente anudada, remendada, y todos tenemos la obligación de
contribuir a recomponerla o por lo menos saberla y digerirla si queremos tejer
la verdadera memoria.
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© Foto Jorge Eliécer Pardo |
Sólo las mujeres solitarias que
rescatan cadáveres para hacerlos suyos tienen en sus manos y sus corazones la
verdad de lo que somos y de lo que nos han hecho. Las amorosas mujeres
colombianas que todo lo han sufrido y que, seguramente, todo lo perdonarán.
Que el llamado se escuche en el ámbito de quienes
zurcirán el futuro, porque el sacrificio de nuestros inmolados lo reclaman para
la memoria de las generaciones de hoy y mañana. Que los gritos del silencio en
las reflexiones de los solidarios también formen parte de ese coro amordazado
que la esperanza hace emerger en el eco que viaja con el viento y el río.
El hombre de mi relato soy yo, es usted, son los
señores de la guerra y la posguerra, conflicto y posconflicto. Escindidos en
este suplicio. Víctimas y victimarios podrán mirarse en el espejo de la
historia para decir, nunca más, para entregar perdón y ser perdonados, para
reparar sin olvido, para respetar completos a los que divagan demandando
justicia y paz desde una tumba sin nombre en un país con nombre y sin
vergüenza. Una tumba dónde ser recordado, para que la desmemoria no se trague
nuestro pasado y la verdad exista en el lugar sagrado de la historia.
¿Usted ha visto los ojos de una madre, una esposa, una
hija, a quienes les han arrancado de sus
brazos a sus seres queridos y van suplicando un jirón de camisa para sentir que
no los han perdido, definitivamente?
No podemos ser indolentes a ese dolor profundo que
lacera y siembra odio, el mío, el de ustedes, que nos han indilgado los
devoradores del poder.
Evocaré la palabra para que siga acompañando a mis
centenares de muertos, los suyos también, en las trashumancias de hombres y
mujeres silenciosos que marcharán hacia la reconciliación.
Adriana Pardo Viña. Fisioterapeuta. © Foto de Jorge Eliécer Pardo |
Las mujeres compasivas que nos acompañan desde las
imágenes, que dejaron su testimonio cubriendo sus rostros con respeto e
indignación, nos recuerdan, que tras el velo de la memoria, existe el rostro de
una alegría por reconquistar, reconstruida desde el dolor. Mientras encontramos
las sonrisas perecederas de los niños, iniciemos este sueño de la terminación
de la barbarie.
Que los velos caigan y dejen ver la cara del futuro de
una sociedad sin víctimas.
Demos la palabra a los ríos, al
viento, a los árboles, a la tierra sembrada con restos implorantes, a la
lluvia, a las plantaciones y a los socavones, a las flores y a los amaneceres,
porque todos tienen un fragmento de dolor que contarle a la memoria. Que se oiga la voz
del paisaje, el mar y las nubes, de los arroyos y los manantiales que nos
relaten una historia pasada llena de lágrimas que unos hombres y mujeres
detuvieron para que el dolor no entre al espacio que le queda al olvido.
El hombre de mi relato sigue buscando sus partes. Entre
todos ayudemos a recomponerlo para la vida la muerte, y la memoria.
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© Foto Jorge Eliécer Pardo |
Jorge Eliécer Pardo. Intervención en el foro nacional sobre el posconflicto.
Ibagué, Septiembre 9 de 2013.
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