en la cuentística
de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez[1]
Jorge Ladino, Leonardo Monroy y
Nelson Romero
Preámbulo: el autor y su obra
Peligroso a nivel narrativo incorporar el lenguaje
poético sin afectar la atmósfera del relato y sin caer en expresiones
ornamentales que afecten el pacto ficcional. Frases posibles y bellas en el
contexto de un poema a veces resultan pomposas, dulzonas y disonantes al ser
llevadas a cuentos y novelas. Piénsese, por ejemplo, en la escritora
nicaragüense Gioconda Belli —referente obligado en la lírica erótica
latinoamericana— en una novela como El país de las mujeres (2010);
el ritmo del relato y la verosimilitud se afectan cuando la autora pone en boca
de sus personajes versos de sus poemarios. Los recursos poéticos en un texto
narrativo operan de otra forma, lucen como exigencias de la propia ficción es
determinadas escenas o diálogos. Un buen escritor de ficciones aprende de su
oficio literario cuándo su historia gana en intensidad y tensión con
determinado recurso poético. Este último es el caso de Jorge Eliécer Pardo en
sus libros de cuentos La octava puerta (1985), Las pequeñas batallas (1997),
Amores digitales
(2004) y Los velos
de la memoria (2014).
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Su labor como
crítico literario —los dos libros mencionados, múltiples ensayos, reseñas y
artículos— es posible gracias al conocimiento de la tradición literaria que
demanda el oficio artístico y a su formación académica: licenciatura en español
e inglés de la Universidad del Tolima; doctorado en literatura de la
Universidad Javeriana. Ha sido periodista cultural (en prensa y televisión),
docente y director de talleres de creación literaria en las universidades La
Sabana, Pedagógica y Javeriana. Como narrador y crítico literario tiene la
convicción de que los textos narrativos pueden dar cuenta de los contextos
históricos sin descuidar los valores artísticos. Al respecto, señala en “Mi
oficio de cuentista” (perteneciente a Cuentos, antología personal):
“La conflagración interna ha dejado en el país más de medio millón de cadáveres
desde la segunda mitad del siglo XX a nuestros días. No son testimonios, ni
denuncias, tampoco crónicas de confrontaciones bélicas. Son narraciones de la
memoria” (2014, p. 8). Justamente como “zurcidor de la memoria” (p. 8) se
declara Jorge Eliécer Pardo al repensar su periplo estético, “convencido de que
la literatura alivia los grandes dolores que ocasiona la guerra: que el arte
ayuda a cicatrizar, sin olvidar” (p. 8).
Poesía y memoria
son los ejes elegidos para aproximarse estética e ideológicamente a algunos
cuentos destacados del escritor tolimense Jorge Eliécer Pardo Rodríguez. El
corpus de estudio son cuatro cuentos publicados entre 1985 y 2008: “Otra vez el
chasquido de las botas”, “Rockola”, “El abrigo” y “Sin nombres, ni rostros, ni
rastros”. El primero figura en La octava puerta (1985). El segundo en Las pequeñas batallas
(1997). El tercero en Amores digitales (2004). El cuarto, si bien hace parte
de Los velos de la
memoria (2014), fue publicado en varias revistas desde 2008.
Aparece también en Cuentos
para no olvidar (2009), libro donde se recogen los cuentos
ganadores y finalistas del Premio Nacional de Cuento sobre Desaparición Forzada
en 2008. “Sin nombres, ni rostros, ni rastros” fue incluido también en Cuentos del Tolima,
antología crítica (2011), libro del Grupo de Investigación en
Literatura del Tolima, donde se recopilan y estudian dieciséis cuentos
ganadores de primeros puestos en premios nacionales e internacionales.
Zurcir la
memoria con hilos de la poesía
En su libro En busca del futuro perdido, cultura y memoria
en tiempos de globalización (2001), el pensador alemán Andreas
Huyssen afirma que
actualmente la memoria “es una obsesión cultural de
monumentales proporciones” (p. 20). Ella capta la atención de filósofos, escritores,
cineastas, neurobiólogos, psicólogos sociales, entre otros. Ese ámbito de
obsesión no es asunto exclusivo de Europa. En diversas latitudes, los países
confrontan su historia y revisitan traumas del pasado: los países
latinoamericanos tornan sus ojos hacia sus Independencias, guerras y dictaduras
militares; Sudáfrica indaga los crímenes durante el Apartheid; el pueblo Judío,
la propia Alemania y Occidente cuestionan el Holocausto. Adicionalmente se
encuentra la tendencia a la musealización y un mercadeo masivo de la memoria.
Los medios de comunicación saben que “el pasado vende mejor que el futuro” (p.
27). De ahí, por ejemplo, el éxito de series y películas que recrean biografías
de asesinos, narcotraficantes e, incluso, personajes de la música y la
farándula. Ante el peligro de escamotear la memoria cuando esta se reduce al
entretenimiento, queda siempre la posibilidad de que la literatura asuma el
pasado y la historia con rigor ético y estético. Es ahí cuando toman relevancia
la Nueva Novela Histórica, los relatos donde se presenta la metaficción
historiográfica, las autoficciones, entre otras posibilidades.
Quizás, en un buen cuento o una aguda novela, los
muertos y las heridas de un país se sientan más allá de la sangre y las
lágrimas. Importen por la forma como el narrador explore los estragos,
melancolías y dramas heredados a los sobrevivientes. Inevitable es pensar en la
vigencia del planteamiento de Gabriel García Márquez en “Dos o tres cosas sobre
la novela de la Violencia”, publicado originalmente el 9 de octubre de 1959: no
reducir la ficción al “inventario de muertos” (1992, p. 647), entender que la
historia no está “en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que
debieron sudar hielo en su escondite” (p. 647). Desde esta vía toman sentido y
altura estética varios relatos de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez. El narrador
entiende que su palabra, a semejanza de la aguja de una experimentada
costurera, debe zurcir con cuidado, tranquilidad y talento la memoria y la
ficción, ambas derivan en un solo tejido, cuyos hilos pueden admitir la poesía.
“Otra vez el
chasquido de las botas”
En 1985 la
Biblioteca de Autores Colombianos de la Editorial Oveja Negra lanza el volumen
número 61, correspondiente al libro La octava puerta, de Jorge
Eliécer Pardo Rodríguez, conformado por veinte textos narrativos entre cuentos
y minicuentos. Para la segunda edición, publicada por Pijao Editores en 1986,
el autor agrega cinco relatos inéditos. En los cuentos de La octava puerta se evidencia
oficio literario, la capacidad del escritor de construir historias altamente evocadoras, de
refigurar la violencia en Colombia, pero también de experimentar con elementos
fantásticos que otorgan un carácter de misterio a lo narrado, como se
evidencia, por ejemplo, en “Una vez el mar”, “Pasajero de sueños” y “La octava
puerta”. Este último relato, cuyo nombre da título al libro, reescribe con
acierto varias de las obsesiones temáticas de Jorge Luis Borges e imagina cómo,
mientras los familiares acompañan al escritor argentino en sus últimos
momentos, él violenta lógicas y realidades, a semejanza de los habitantes de
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Borges observa de lejos su cuerpo moribundo y
disfruta el amor carnal con una mujer misteriosa (Lilit), quien lo acompaña a
disfrutar de mundos insospechados a través de ocho puertas, la última de ellas
la eternidad. El juego de ficcionalizar la muerte de un escritor con un
lenguaje poético también está presente en “Gotas amargas”, cuyo protagonista es
José Asunción Silva. Ambos relatos, junto a los cuentos de Hijos del fuego,
del tolimense César Pérez Pinzón (2003), son parte de un canon primordial en la
cuentística colombiana a la hora de pensar en cuentos bien logrados sobre las
muertes de autores canónicos. “La octava puerta” y “Gotas amargas” son
antecedentes valiosos de lo configurado a nivel de propuesta estética por César
Pérez en el libro mencionado, ganador del Premio Nacional de Cuento Ciudad de
Bogotá 2003: ir más allá de lo biográfico y nutrirse de los universos de los
artistas elegidos para ficcionalizar los últimos momentos de vida de Joseph
Conrad, François Villon, Thomas de Quincey, Gayo Plinio Segundo (Plinio, el
viejo), Gérard de Nerval, Christopher Marlowe, Friedrich Hölderlin, Dante Alighieri, Li Po y Charles Baudelaire.
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él
sí había pensado marchar, abandonarlo todo, la casa, la misma de sus padres, el
cementerio con gladiolos y azucenas donde lloró a sus familiares, pero se
arrepentía casi gritando, ¡aquí nací, aquí me quedo! Había heredado el oficio
de sepulturero pero no el de asesino, decía a su mujer cuando lo obligaban
entradas las noches a enterrar desconocidos antes de que inventaran lo del río,
antes de que la espuma de la cañada y la desnudez de los cuerpos salpicaran en
medio de la voz de Peñaranda: “¡Estos hijueputas ni tierra merecen!” (Pardo Rodríguez,
1986, p. 97).
Desplazarse
forzosamente es otra forma de muerte: “partir es morir un poco”, indica la
sabiduría popular. Cualquier exilio, interno o externo, es “la grieta imposible
de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su
verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza” (Said, 2005, p.
179). Frente a la tristeza esencial quizás resulte preferible convivir con el
miedo y esperar que los bandos en conflicto, más allá de amenazas, no hagan
daño a los suyos porque su familia es inocente. El protagonista entiende que
una persona es parte de la tierra donde están sus muertos, su pasado, su
historia, máxime si su oficio es sepulturero y está enseñado a velar por el
descanso eterno de las almas. El pasaje menciona también la desaparición
forzada: cuerpos desconocidos que él debía enterrar bajo amenaza en horas sin
testigos. Las víctimas tenían, al menos, el privilegio del ritual de tierra
sobre sus restos, a diferencia de muchos que, años después, bajarían por los
ríos para escarnio de la población civil (aspecto recreado también por Jorge
Eliécer Pardo en un cuento posterior, “Sin nombres, ni rostros, ni rastros”). Peñaranda
corresponde a una autoridad militar en el municipio, el sargento coordina
catorce hombres, cuyas acciones, en lugar de proteger a los civiles, están del
lado de la represión, el asesinato y la tortura psicológica porque en cada
campesino sospechan un colaborador de los revolucionarios:
Ya estaban de espaldas cuando volvió a contarlos con
el mismo temor, con el sueño ido desde hacía muchas noches; les vio el
uniforme, el escudo del gobierno, las municiones en las bandoleras cruzadas, el
pelo recortado y ese sonido que se metía por los oídos martirizándole el
cerebro como una herida que va desangrando la existencia, ese hundir y sacar seguido
de las botas negras, las botas pesadas, las botas que producían una música de
mal agüero y que continuaban su camino sin que nadie las detuviera (Pardo
Rodríguez, 1986, p. 96).
El
relato es intenso por su economía verbal. El lenguaje se ajusta a la escena
narrada para no desviar la atención del tema significativo: el miedo “el hijo
bastardo de la violencia” (Roca, 2007, p. 27). Con suma precisión el narrador
focaliza la angustia del protagonista. Sus sentidos están a flor de piel,
siente el chasquido de las botas de los armados, cuyo sonido se repite en las
noches desestabilizando el espíritu. La recreación de la angustia vital de
quienes habitan una zona roja está en la analogía poética: sonidos de botas
como música siniestra- y las posibilidades de la hipérbole: el chasquido de las
botas se hace oír con tanta fuerza que parece arma de tortura, “martirizándole
el cerebro como una herida que va desangrando la existencia” (p. 96).
La
violencia está todo el tiempo en la atmósfera del relato, en “el ambiente de
terror” (García Márquez, 1992, p. 648) y “los vivos que debieron sudar hielo en
su escondite” (, p. 647). Si bien se narra el recuerdo del protagonista de su
obligación de enterrar gente desconocida que -se insinúa- ha sido torturada y
asesinada, en el presente del relato no ocurre ninguna acción macabra. Los
muertos se deslizan en los recuerdos. La sola presencia de los uniformados del
gobierno y la zozobra provocada por el sonido de sus botas son suficientes para
generar el “secuestro momentáneo del lector” (Cortázar, 1971, p. 411). Se
explora ficcionalmente cómo quedan los sobrevivientes y no se cae en el lugar
común de describir mutilaciones o masacres. Ahí reside la fuerza del cuento de
Jorge Eliécer Pardo: su pulso narrativo y poético ahonda en la psiquis de un
vivo que entierra muertos; ama su familia, pero también la tierra donde nació y
están los restos de sus antepasados; un ser humano que se niega a ser violento
y sobre quien recaen la intimidación, la coerción, el miedo. El personaje
dispone de un arma pero no la usa, sabe que su relación con la muerte es desde
la condición de sepulturero, no de asesino. De ahí el esmero en su trabajo y su
resistencia moral contra toda posibilidad de venganza. En este aspecto ético,
el cuento se hermana con otros relatos destacados de la literatura colombiana:
“Espuma y nada más” (perteneciente a Cenizas para el viento y otras
historias, 1950), de
Hernando Téllez; y “Un día de estos” (Los funerales de la Mamá Grande,
1962), de Gabriel García Márquez.
“Rockola”
“Rockola” es uno de
los veinte relatos de Las pequeñas batallas (1997). El amor, el erotismo, la
vida en pareja, las tensiones de la vida familiar y la evocación de tiempos de
la Violencia son los temas recurrentes. Cada relato tiene su respectiva
configuración del suspenso y un final verosímil. Pero entre uno y otro hay
puntos de encuentro: un apartamento como escenario recurrente de las acciones
contadas; personajes que se evocan al inicio y en otra historia aparecen; unos
esposos como protagonistas principales. Se desafían las convenciones que sitúan
la ficción en géneros o modalidades específicas. El escritor -deudor únicamente
de su vocación, su ética y estética con la literatura- construye su(s)
universo(s) narrativo(s) sin pensar en las etiquetas con las que bauticen sus
creaciones. Al respecto, Luis Javier Morales advierte en la contracarátula: “Las pequeñas batallas
pueden leerse como un texto de relatos o como una novela tejida por
capítulos-cuentos” (1997). Atendiendo a esta viabilidad y sin negar que el
texto narrativo pueda leerse como una novela, se elige en este texto crítico la
opción de valorarlo como libro de cuentos.
En apariencia, el
asunto argumental de “Rockola” es cotidiano: la llegada de una rockola a un
apartamento; los nuevos dueños, unos esposos, anhelaban el viejo artefacto
musical más allá de reproches de la suegra del protagonista y quejas de los
residentes del edificio por el alto sonido en la noche. No obstante, el tema se
vuelve excepcional por el tratamiento artístico y la manera de ligar la memoria
musical y afectiva del protagonista masculino con la memoria colectiva: el
miedo y los enfrentamientos de conservadores y liberales durante el periodo conocido
como la Violencia. El relato se torna significativo al desbordar la anécdota
inicial. Lo que parecía un “vulgar episodio doméstico” (Cortázar, 1971, p. 407)
se convierte en “el resumen implacable de una cierta condición humana o en el
símbolo quemante de un orden social o histórico” (p. 407). Justamente en el
plano simbólico toma protagonismo la rockola. Deja de ser un útil solo para
reproducir canciones y se convierte en piedra angular de la memoria. En ella
están inscritas múltiples historias de amor, pero también de crímenes y
devastaciones. No es gratuita la indicación al inicio del texto narrativo: “la
rockola genuina del cuarenta y ocho” (Pardo Rodríguez, 1997, p. 24).
La rockola en el
cuento data de un año donde se quiebra en dos la historia de Colombia del siglo
XX. El magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. Una fecha
fatídica porque con el asesinato de Gaitán se mantuvo el “orden social”
imperante desde el siglo XIX, ese que no permite tocar los privilegios de la
élite y la estructura exclusiva y excluyente del Estado:
El
9 de abril fue la fecha más aciaga del siglo para Colombia. No porque en ella,
como lo pretenden los viejos poderes, se haya roto la continuidad de nuestro
orden social, sino porque ese día se confirmó de un modo dramático. La
estructura del movimiento gaitanista, con su sujeción a la figura y el
pensamiento del caudillo, permitió la desmembración y la disolución de aquella
aventura en la que se cifraba el porvenir del país. Gaitán tenía clara la
necesidad de un proyecto nacional donde cupiera el país entero (…) Pero esa
claridad lo llevó a enfrentarse ingenuamente, es decir, de un modo valeroso,
sincero y desarmado, a esa clase dirigente que se lucraba de la miseria
nacional y que despreciaba profundamente todo lo que no cupiera en su mezquina
órbita de privilegios. Una casta de mestizos con fortuna que nunca había
intentado ser colombiana, ni identificarse con nuestra geografía, con nuestra
naturaleza, con nuestra población; que continuamente se avergonzaba, como sigue
haciéndolo hoy, de este mundo tan poco parecido al idolatrado mundo europeo (Ospina,
1997, p.p. 65-66).
Tras el asesinato de Gaitán, la capital colombiana fue
escenario de protestas, robos, destrucciones de locales y las muertes de 3000
personas. Es El
Bogotazo. El nueve de abril de 1948 opera como acta de
nacimiento de una violencia extendida por todo el territorio nacional dejando
más de 300.000 muertos entre 1948 y 1964. Lo peor del caso es que, tras el
asesinato de Gaitán, los jerarcas de los partidos tradicionales, temerosos de
una revolución, astuta y maquiavélicamente atizaron odios políticos para
dividir a la población y ponerla en guerra:
Advertidos
del peligro de un movimiento popular, los partidos políticos tradicionales se
lanzaron a la reconquista de sus huestes y se esforzaron por contrarrestar los
efectos del discurso de Gaitán. Para ello radicalizaron su lenguaje partidista,
magnificaron una maraña de diferencias retóricas entre los dos partidos, y
utilizando todos los recursos y todos los medios de influencia, fanatizaron a
la ingenua población campesina (…) Gentes humildes que se habían conocido toda
la vida, que se habían criado juntas, se vieron de pronto conminadas a
responder a viejos odios insepultos, y sin saber cómo, sin saber por qué, sin
el menor beneficio, se dejaron arrastrar por el increíble poder de la retórica
facciosa que los bombardeaba desde las tribunas, desde los púlpitos y desde los
grandes medios de comunicación, y la carnicería comenzó (Ospina, 1997, p. 69).
De esta guerra civil a la que la historia procura
restar su dimensión bajo el eufemismo de La Violencia (1948-1964) quedaron
múltiples conflictos que cambiaron la configuración de campos y ciudades.
Mientras los dirigentes políticos que promovieron el enfrentamiento no vieron
afectados con el tiempo sus curules, puestos y privilegios, miles de campesinos
perdieron tierras y en las grandes urbes se crearon cinturones de miseria con
los desterrados provenientes del campo. Adicional al despojo, la muerte y el hambre
generalizada, pervivirían en los sobrevivientes recuerdos angustiosos de la
sevicia a la que llegó un país cuando enfrentó por el rojo y el azul a sus
propios nacionales.
Los fragores de la guerra, las implicaciones del
asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, la Violencia y la impotencia
de ciudadanos ajenos a las armas y los odios políticos están grabados en la
rockola del cuento de Jorge Eliécer Pardo. Ella es portadora de canciones y
recuerdos. Cuando el protagonista la roza con sus dedos, lo asaltan imágenes
del presente y rememoraciones diversas: su fijación por una mujer, Jacqueline,
tras sus visitas a burdeles; los violentos irrumpiendo a cualquier hora sin
distinción de sitio. La rockola es, en cierta forma, una suerte de aleph borgesiano
que le permite ver y sentir cosas del presente y del pasado: “Toco el corazón
de Rockola… percibo vibraciones en mi mano, la respiración de Mi Mujer en mi
cuello, el murmullo de los amigos… los ojos de Jacqueline, marchitos, tras el
maquillaje de la muerte… los hombres armados, sombrero de fieltro, zapatos
combinados, entran por la ventana y nos disparan” (Pardo Rodríguez, 1997, p.
32).
“La rockola”
también urde su intertextualidad con la música latinoamericana y la historia de
Colombia. El amor y las primeras manifestaciones del deseo se evocan al son de
Celia Cruz, La Sonora Matancera, Los Panchos, entre otros. Quien canta -un
narrador protagonista- cuenta a la vez su historia personal en medio de las
tensiones y enfrentamientos entre liberales y conservadores: la frustración de
recordar su primera visita a un prostíbulo y la partida de la chica que le
gustaba con un “hombre armado, sombrero de fieltro, zapatos combinados, que la
esperaba en la puerta del bar. No supe más de ella. ¿Cómo no rescatarla en el
vidrio curvo de Rockola?” (p. 29).
Llama la atención
la forma como el protagonista denomina a su aparato musical: Rockola, sin
artículo previo al sustantivo. Es decir, no la vislumbra en la condición de
objeto, sino de mujer. Por eso habla del corazón de la rockola y cuando esta
deja de funcionar correctamente la compadece y piensa en condición de
enfermedad: “Son las tres de la mañana. Rockola empieza a toser como si
padeciera bronquitis rockolar…echa humo por el vientre…todos se alarman…ha
dejado de sonar… está muriendo. Le digo a mi mujer que llame con urgencia al
médico de rockolas” (p. 32). En dichos pasajes se evidencia que el escritor, en
aras de plantear cuestiones incómodas frente al pasado nacional, nunca olvida
la configuración de la propuesta estética. Esta se sustenta en el manejo
acertado de la prosopopeya o personificación, un recurso poético astutamente
incorporado a la ficción para animar lo inanimado, darle atributos humanos a un
objeto.
“El abrigo”
“El abrigo” es uno
de cuatro cuentos de Jorge Eliécer Pardo en el libro Amores digitales (2004). Los
viajes, deseos reprimidos de hombres solitarios y vacíos de seres que
únicamente hacen el amor a nivel virtual son temas de este libro corto. “El
abrigo” es la historia de un periodista cultural a quien roban en una fría
noche bogotana. Sobre su origen, el escritor confiesa en “Mi oficio de
cuentista”: “narro cómo sufrí un atraco, conocido como paseo millonario” (2014,
p. 17). Con relación a las ficciones surgidas de hechos vivenciados por un autor,
Mario Vargas Llosa resalta en Cartas a un joven novelista que, en dichos casos, el
escritor es como “el catoblepas, ese mítico animal que se le aparece a San
Antonio en la novela de Flaubert (La tentación de San Antonio).
El catoblepas es una imposible criatura que se devora a sí misma, empezando por
sus pies” (1998, p. 23). No obstante, lo fundamental es que entre la causa o
embrión de la historia y el texto publicado haya un riguroso proceso creativo
para generar un relato de carácter universal, no meramente biográfico.
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El pacto ficcional
entre el lector y “El abrigo” no se quiebra por el alto nivel de apertura al
final del relato. El carácter abierto lo da la narración de pesadillas en la víctima
tras sufrir el atraco: “De las cinco pesadillas una se cumpliría” (Pardo
Rodríguez, 2004, p. 19). El abrigo tenía un valor emotivo y simbólico para el
protagonista, por encima de otras pertenencias robadas por dos hombres que
abruptamente subieron al taxi y perpetraron el delito. Con el abrigo y la
posibilidad de recuperarlo sueña y delira durante varias noches el
protagonista. Lo extraño, pesadillesco y casi kafkiano cobra sentido por
tratarse de un cuento que se alimenta de la historia de Colombia, su
inseguridad, la falta de justicia y el cinismo de los criminales. Uno de los
ladrones en el cuento confiesa al periodista cultural que él estudió danzas en
la Escuela del Distrito, le refiere los ritmos bailados, justifica su accionar
por la falta de empleo y al final del atraco le dice con absurda gentileza:
“Déjeme el gavancito como un regalo especial” (p. 16).
El narrador
incrementa la tensión durante el cuento. Los nervios y expectativa del lector
están atentos al desespero del periodista cultural mientras es robado y paseado
por la ciudad en busca de un cajero automático para apropiarse de su dinero. Se
siente la angustia vital de la víctima, el miedo, la humillación y el dolor de
su cuerpo ante la incómoda posición ordenada por los atracadores para que no
observe sus rostros. Los diálogos son verosímiles y dan dinamismo al relato.
Son altamente visibles las acciones narradas y los pensamientos en la mente del
protagonista: “Por única vez reflexionó la muerte. Había escuchado y leído en
los periódicos historias de NNs encontrados en potreros, desnudos, violentados.
Otros deambulaban por la ciudad perdidos en las nebulosas de la escopolamina”
(Pardo Rodríguez, 2004, p. 13).
“País del papayo y
la trampa” (Pardo Rodríguez, 2004, p. 8) argumentaban una y otra vez los
colegas del periodista cultural cuando él cuestionaba la falta de ética y
estética en el periodismo colombiano. El cuento se nutre, justamente, del
malestar moral por la existencia de una cultura del delito en Colombia donde
muchos -estén el margen de la ley o no- justifican la deshonestidad de su
accionar con eufemismos y argumentos rebuscados, a tal punto que los culpables
no son quienes violentan las normas, sino las víctimas que pecan de inocencia y
“dan papaya”. “El impacto y el dolor de una pesadilla puede ser mucho mayor que
el de un puñetazo” (2004, p. 86) señala el escritor norteamericano John
Katzenbach en El
psicoanalista. He ahí el sentido de narrar pesadillas en “El
abrigo”, como insinuando que en Colombia lo anómalo se acepta como normal, lo
absurdo se torna posible. El cierre del relato, en su complejidad y variables,
son parte de una estética del sacudimiento donde el escritor sugiere al lector
su dolor de patria y su visión crítica frente al contexto histórico.
“Sin nombres,
ni rostros, ni rastros”
“Sin nombres, ni
rostros, ni rastros” ganó Premio Nacional de Cuento sobre Desaparición Forzada
en 2008. Fue organizado por la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas
Desaparecidas, la Defensoría del Pueblo, el Instituto Pensar, la Fundación Dos
Mundos y la Pontificia Universidad Javeriana. El eje temático del premio, en el
cual participaron 427 cuentos, es un llamado a que los escritores aborden desde
la narrativa una de las prácticas criminales más espantosas en la historia de
Colombia y del continente. El delito en Latinoamérica y otras latitudes tiene
una antigua tradición; no obstante, el nombre exacto, la tipificación del
crimen, la descripción penal y el establecimiento de medidas jurídicas a nivel
internacional son de décadas recientes. Para la ONU, la desaparición forzada es
un crimen de Estado; se da un ataque sistemático contra la población civil, se
retienen clandestinamente opositores políticos, se asesinan y ocultan sus
cuerpos. De acuerdo con el Observatorio de Derechos Humanos y Derecho
Humanitario en el libro Desapariciones Forzadas en Colombia, en busca de la justicia,
estos son los antecedentes validados por organismos internacionales:
Los
antecedentes de la desaparición forzada se remontan a la Segunda Guerra
Mundial, cuando en 1941 Hitler ordenó a través del decreto conocido como Noche y Niebla,
el envío a Alemania de los oponente políticos al régimen nazi en los
territorios ocupados. Los prisioneros tomados en aplicación del decreto eran
deportados de manera oculta, sin que se conservase registro de la captura, a
campos de concentración específicos, en donde eran ejecutados de manera
secreta.
En
América Latina, la desaparición forzada se extendió a mediados de los setentas
durante las dictaduras del cono sur, que la utilizaron de manera sistemática
para eliminar a la oposición política. Luego del golpe militar en contra de
Salvador Allende en Chile, el número de denuncias sobre desapariciones forzadas
aumentó exponencialmente, lo cual motivó que organismos internacionales como la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Comité de Derechos Humanos de
las Naciones Unidas, impulsaran la admisión y reconocimiento de este crimen a nivel
internacional. Así, en diciembre de 1978 la Asamblea General de las Naciones
Unidas adoptó la resolución 33/173 que por primera vez hizo mención al tema de
los desaparecidos (2012, p. 7-8).
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La desaparición
forzada en Colombia es un delito que puede ser cometido por el Estado,
cualquier bando en conflicto o particular. Este aspecto cobra relevancia al
pensarse en el cuento “Sin nombres, ni rostros, ni rastros”, de Jorge Eliécer
Pardo Rodríguez. En el relato, los instrumentos de la muerte mencionados por el
narrador anuncian al lector los responsables del horror: “A los aterrorizados
les tenemos más amor y consideración porque uno nunca sabe cómo es ese momento
de la tortura lenta y cómo enfrentaron las motosierras, las metralletas, los
cilindros bomba” (2011, p. 354). Las autodefensas Unidas de Colombia, el
ejército colombiano y la guerrilla son aludidas en el orden de la enumeración.
La ficción, sin descuidar su andamiaje narrativo, atmósfera y cuidado por el
lenguaje, tiene hilos con la historia de Colombia en las últimas décadas. La
voz enunciativa corresponde a un narrador protagonista que, en este caso, es
una madre. Ella y otras mujeres recogen de un río fragmentos de cuerpos
mutilados para cocerlos, darles sepultura y llorarlos como si fueran sus
propios muertos. Cada cuerpo salvado del olvido y la corriente es la suma de
otros, como una suerte de Frankenstein. Las mujeres tejedoras de cuerpos
proyectan en ellos a sus esposos, hijos y hermanos:
A
muchos de los que nos regala el río y no tienen cara, nosotras les ponemos las
de nuestros familiares desaparecidos o perdidos en los asfaltos de las
ciudades. Pegamos las fotografías en los vidrios de los Ataúdes para
despedirlos con caricias en las mejillas. Fotos de cuando eran niños, con sus
caras inocentes. Las novias hacen promesas, las esposas les cuentan sus dolores
y necesidades y las madres les prometen reunirse pronto donde seguramente Dios
los tiene descansando de tanta sangre (Pardo Rodríguez, 2011, p. 353).
En la escena está
el recurso de la prosopopeya: un río que tiene el gesto humano de regalar
cuerpos a personas a quienes desaparecieron seres queridos. Sobre esos cuerpos
incompletos que vuelven de las aguas, las mujeres otorgan rostros a partir de
fotografías de sus familiares. En ellas se encarna la solidaridad y tenacidad
de colombianas capaces de hechos insólitos cuando se trata de proteger la vida
y ser coherentes con sus principios y valores. No es gratuita la dedicatoria
previa al cuento: “A las amorosas mujeres colombianas” (Pardo Rodríguez, 2011,
p. 351). Inevitable es recordar los versos de Juan Manuel Roca en su poema
“Carta rumbo a Gales” cuando refiere a una habitante de Gales que Colombia es
un país de contrastes donde, en medio de bellos paisajes, se dan insospechados
casos de tortura y horror, pero también actos de persistencia, amor y lucha por
la existencia: “La entero a usted: /aquí hay palmeras cantoras /pero también
hay hombres torturados. /Aquí hay cielos absolutamente desnudos /y mujeres encorvadas
al pedal de la Singer /que hubieran podido llegar en su loco pedaleo /hasta
Java y Burdeos” (p. 2000, p. 53). También las mujeres en el cuento de Pardo se
encorvan, una y otra vez, como Antígonas que desafían miedos y prohibiciones,
porque los cuerpos insepultos deben tener un rito y los muertos merecen una
sepultura: “Es como un nacimiento al revés: parido entre el agua del río y
lavado después en la arena. Les llevamos flores, les encendemos veladoras y les
regalamos rosarios completos y unos cuantos responsos” (Pardo Rodríguez, 2011, p.
354). Antígonas y Penélopes a la vez, mujeres en las que se actualizan las
heroínas de viejos mitos, epopeyas y tragedias. A través de ellas, el escritor
proyecta el deseo de un país que, sin olvidar a sus muertos, alcance por fin el
duelo:
Lo
novedoso del cuento de Jorge Eliécer Pardo es la forma como, en vez de narrar
desde la melancolía, lo hace desde el duelo, como si ante una guerra que no es
de uno sino de todos, cada muerto debiera vivirse como propio y con él
desahogar la furia y el dolor contenido […] “Sin nombres, ni rostros, ni
rastros”, por más que desarrolle una visión crítica sobre el estado permanente
de conflicto en la sociedad colombiana y la tragedia de los desaparecidos y sus
familiares, no se queda en el lamento o la exacerbación de culpas y
depresiones, sino que, al afirmar otros sentidos de la esperanza y la
solidaridad, labra en sus intersticios textuales una oda a las mujeres
colombianas. Ellas se asumen como actores sociales para promover nuevas formas
de convivencia y de resistencia contra el olvido (Gaitán Bayona, 2011, p. 366).
El homenaje a las
mujeres colombianas y el balance crítico sobre la historia de Colombia no están
expuestos ante el lector de forma simple. Los valores afectivos e ideológicos
del texto literario van de la mano con los valores poéticos y narrativos. En el
relato hay tensión, intensidad y un final inesperado, donde el escritor “gana
por knockout” (Cortázar, 1971, 406).
Al final, la madre que cuenta la historia revela: “Después de tantas noches de
cielo hechizado, de tanto llanto contenido, mi hija ha quedado viuda. Por eso
está conmigo esta noche en la orilla, rezando para que baje un hombre por quien
llorar junto a nosotras” (Pardo Rodríguez, 2011, p. 357). Todas ellas meditan
lo no visto por otros (por temor, conveniencia o indiferencia). Leen la
historia de Colombia en los cadáveres. Refieren realidades insólitas desde
finos recursos hiperbólicos:
Cuando
traen ojos se los cerramos porque es triste verles esa mirada de terror, como
si en sus pupilas vidriosas estuvieran reflejados los asesinos. Nos dan miedo
esos hombres armados que quedan en el fondo de los ojos de los muertos, parecen
dispuestos a matarnos también. Muchos párpados ya no se dejan cerrar y, dicen
en el puerto, que es para que no olvidemos a los sanguinarios. Los enterramos
así, con el sello del dolor y la impunidad mirando ahora las oscuras bóvedas
(Pardo Rodríguez, 2011, p. 353).
La hipérbole no es
un alarde retórico en aras de una frase bella. Configura con intensidad una
escena. Los asesinos en los ojos de las víctimas que atemorizan a las mujeres
del relato permiten al lector pensar la lógica de la violencia en Colombia: el
suplicio que se prolonga de los torturados a los sobrevivientes; cuerpos-signos
donde los actantes armados amenazan a la población civil y advierten de su
poderío. Viejas prácticas y rituales del terror en un país que ha visto
malgastada su creatividad en espantosos homicidios y denominaciones. Acciones
heredadas del periodo conocido como La Violencia (1948-1966), donde los
criminales pensaron en cómo matar para que los cadáveres fueran portadores de
mensajes a quienes quedaran vivos: corte corbata, corte florero, corte del
mico, corte franela, entre otros. Dichas profanaciones de cuerpos como
mecanismos de transmisión de mensajes a opositores políticos y población civil
reflejan la existencia de una estructura ritual en las masacres, en tanto se da
“la intervención del sistema de clasificación corporal. La omnipotencia con que
actuaban los victimarios, quienes desorganizaban lo que la naturaleza había
ordenado de cierta manera, crecía en proporción con el temor infundido entre
los campesinos” (Uribe, 1978, p. 191).
A modo de conclusión
En “Algunos
aspectos del cuento” (1971) Julio Cortázar advierte la existencia de relatos
que “no son más que tinta sobre el papel, alimento para el olvido” (p. 408),
historias que no trascienden de la anécdota; mientras otros se mantienen vivos
a pesar del tiempo, sus personajes nos representan con nitidez, hay belleza en
la propuesta estética, y “son aglutinantes de una realidad infinitamente más
vasta que la de su mera anécdota” (p. 409). Entre los “cuentos inolvidables” en
la literatura del Tolima están los relatos de Jorge Eliécer Pardo, cuatro de
ellos estudiados en este ensayo. Sus cuentos son verosímiles, cuidadosamente
elaborados en su lenguaje y en su incorporación de recursos poéticos. En ellos,
el ser y la memoria son instaurados con acierto. El escritor, sin caer en
panfletos ni tonos patéticos, es “hijo de los días” (Galeano, 2016, p. 5) y no
es indiferente a lo ocurrido en su país de origen. Relatos como “Sin nombres,
ni rostros, ni rastros” y “Otra vez el chasquido de las botas” son aportes indiscutibles a una
literatura colombiana y Latinoamericana que, a través de textos narrativos y
obras de teatro, ha explorado la desaparición forzada, el miedo de los
sobrevivientes y el deseo del ritual de la tierra para los cuerpos de las
víctimas. Piénsese, por ejemplo, en La siempreviva (1993), de bogotano
Miguel Torres, Las horas secretas (1990), de la pereirana Ana María
Jaramillo y Purgatorio, del argentino Tomas Eloy Martínez, entre otras
obras.
Maurice Halbwachs,
uno de los referentes obligatorios de la sociología francesa en los estudios
sobre la memoria colectiva, plantea: “cada memoria individual es un punto de
vista sobre la memoria colectiva” (2014, p. 256). Esta consideración cobra
validez para la narrativa y, por supuesto, la crítica literaria: lograr desde
pequeñas historias de seres humanos -quizás anónimos- miradas críticas y
conexiones profundas con lugares y hechos históricos, cuyas huellas afectan a
todo un colectivo, su memoria, sus relaciones con el pasado y el presente. Esa
es la constante en los cuentos analizados de Jorge Eliécer Pardo. Sus relatos
van de lo íntimo a lo público, de lo individual a lo colectivo, del ámbito
familiar a escenarios mayores donde los muertos dejan secuelas en la psiquis de
los vivos: cementerios o ríos donde bajan los mutilados. A través de variados
recursos narrativos y poéticos, el escritor bucea en las conciencias de sus
personajes para sugerir al lector cómo sus historias no son ajenas a las
tragedias, vergüenzas y efectos de la historia de Colombia: la desaparición
forzada y el miedo las zonas rojas (“Sin nombres, ni rostros, ni rastros” y “Otra vez el chasquido de
las botas”), la Violencia tras el asesinato de Jorge Eliécer
Gaitán y sus huellas en las conciencias de los sobrevivientes (“Rockola”), los
“paseos millonarios” (“El abrigo”) como modalidades de robo frecuentes en las
últimas décadas.
Referencias
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Búsqueda de Personas Desaparecidas (2010). Instrumentos de lucha contra la desaparición
forzada. Informe: Bogotá: Comisión de Búsqueda de Personas
Desaparecidas.
Cortázar, J.
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cultura hispánica, No. 255, Marzo de 1971, Madrid, p.p.
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antología crítica. Jorge Ladino Gaitán Bayona, Leonardo
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PRESENTACIÓN
Julio Cortázar en su
ensayo “Algunos aspectos del cuento” resalta que un relato bien logrado se convierte
en “el resumen implacable de una cierta condición humana o en el símbolo
quemante de un orden social o histórico” (1971, p. 407)[2].
Sea por su forma ingeniosa de recrear la existencia o un momento histórico, se
logra el cometido cuando se da “el secuestro momentáneo del lector” (p. 411).
Secuestro posible si el escritor tiene oficio literario para lograr un tema
significativo, tensión e intensidad. Ahora bien, como la literatura es hija de
la memoria y requiere puntos de encuentro entre el arte de la creación y el
arte de la recepción en aras de no condenar al olvido una obra, es necesario
detenerse “con todo el cuidado posible en esta encrucijada para tratar de
entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento” (p. 408).
El cuidado se hace
mayor cuando el lector hace parte de la academia y de la investigación
literaria. En este sentido y parodiando a Cortázar, los autores de este libro
experimentan un doble secuestro: el de las ficciones y el de la crítica
literaria. Esta última, en aras del rigor, exige determinados soportes teóricos
para abordar estética e ideológicamente los textos narrativos. Ese es el reto
primordial de los ensayos del libro sobre las obras cuentísticas de ocho
autores del Tolima: Héctor Sánchez, Jorge Eliécer Pardo Rodríguez, Germán
Santamaría, Libardo Vargas Celemín, Carlos Orlando Pardo Rodríguez, Jaime
Alejandro Rodríguez, Jesús Alberto Sepúlveda Elmer Hernández,
Aproximación
crítica al cuento de Ibagué y del Tolima (tomo II) es resultado del proyecto de
investigación Historia
crítica del cuento del Tolima, quince autores destacados entre 1905 y 2010.
Dicho proyecto es avalado y financiado por la Oficina de Investigaciones de la
Universidad del Tolima. Previamente se había publicado Aproximación crítica al cuento de Ibagué y del
Tolima (Tomo I, 2016), libro ganador del Premio Municipal
para la Publicación de Investigación en Patrimonio, otorgado por la Alcaldía de
Ibagué y la Secretaría de Cultura, Turismo y Comercio, en el marco del Programa
Municipal de Estímulos 2016. En el primer tomo se incluyen ensayos sobre las
obras cuentísticas de siete siguientes escritores: César Augusto Pérez Pinzón,
Eutiquio Leal, Roberto Ruíz, Hugo Ruíz, Policarpo Varón, Carlos Flaminio Rivera
y Alexander Prieto Osorno.
El tomo II de Aproximación crítica al
cuento de Ibagué y del Tolima contiene ocho
ensayos sobre las creaciones cuentististicas de Héctor Sánchez, Jorge Eliécer
Pardo Rodríguez, Carlos Orlando Pardo Rodríguez, Germán Santamaría, Libardo
Vargas Celemín, Jaime Alejandro Rodríguez Ruíz, Jesús Alberto Sepúlveda y Elmer
Jeffrey Hernández Espinosa.
Como preámbulo al
proyecto, el Grupo de Investigación en Literatura del Tolima presentó en 2011 Cuentos del Tolima,
antología crítica. El libro obtuvo mención de honor a mejor
libro de cuentos de más de un autor en el Premio Internacional de Cuento Édito
“Juan José Manauta” (Argentina, 2011). Los antólogos y comentaristas del libro
son Libardo Vargas Celemín, Jorge Ladino Gaitán Bayona y Leonardo Monroy
Zuluaga. Allí se recogen dieciséis cuentos de autores tolimenses, ganadores de
primeros puestos en premios nacionales e internacionales.
Es innegable que los
alcances historiográficos y pedagógicos del libro no desconocen el
reconocimiento de que las obras cuentísticas de autores nacidos en el Tolima
sobrepasan el centenar y algunas han obtenido premios nacionales e
internacionales. Recuérdese, por ejemplo, la obtención del Premio Internacional
Juan Rulfo 2000 en la modalidad Salón del Libro Iberoamericano de Alexander
Prieto Osorno con su cuento “Libros que matan”. Del mismo
modo, los primeros puestos en premios nacionales o internacionales obtenidos
por César Augusto Pérez Pinzón, Carlos Orlando Pardo, Jorge Eliécer Pardo,
Roberto Ruiz, Jaime Alejandro Rodríguez, Jesús Alberto Sepúlveda, Policarpo
Varón, Eutiquio Leal, Libardo Vargas Celemín, Germán Santamaría y Elmer
Hernández. Más allá incluso de los galardones, hay escritores cuya vocación
narrativa es indudable, décadas de trabajo en el arte del cuento, publicaciones
de libros y relatos incluidos en antologías que merecen estudiarse: Héctor
Sánchez, Carlos Flaminio Rivera y Hugo Ruíz.
Desde la academia,
tertulias, talleres de creación literaria, concursos regionales y encuentros
nacionales, el departamento del Tolima ha sido un espacio multiforme donde se
ha potenciado la reflexión y la escritura cuentística por ser una forma
privilegiada de la narrativa, dada su brevedad, tensión, y otras
características del género. Recuérdese, por ejemplo, que varios talleres de
creación literaria en el Tolima han sido orientados por cuentistas como César
Augusto Pérez Pinzón, Hugo Ruíz, Eutiquio Leal, Libardo Vargas Celemín, entre
otros. Del mismo modo, la existencia de más de un centenar de libros de cuento
publicados por autores del departamento obliga a que - para dinamizar el
sistema literario- se establezcan estudios rigurosos y comunicables desde la
indagación universitaria. He ahí el compromiso fundamental del Grupo de
Investigación en Literatura del Tolima. El grupo había adelantado el estudio de
la novela, cuyos resultados derivaron en ponencias internacionales,
conferencias, artículos, reseñas en prensa, encuentros entre docentes,
estudiantes y escritores y la publicación de dos libros: La novela del Tolima 1905-2005, bibliografía y
reseñas (2008); y Cien años de novela en el Tolima 1905-2005 (2011).
A
nivel de antecedentes, no solo el Grupo de Investigación en Literatura del
Tolima ha estudiado la cuentística del departamento. Es destacable el texto
introductorio de Fernando Ayala Poveda en El Tolima cuenta (1984).
Igualmente, los libros de Carlos Orlando Pardo: Trece nuevos narradores colombianos
(1978); Cuentistas del Tolima siglo XX (2002, antología y comentarios);
y Manual de Historia del Tolima (2007).
La estructura, la dinámica y los referentes
teóricos pueden variar de uno a otro ensayo. Las particularidades del corpus de
cada autor son las determinantes para la elección del lente crítico en cada
caso concreto, bien sea en la forma de presentar los hallazgos investigativos o
en la configuración de la voz enunciativa. Así, por ejemplo, los juegos metaficcionales
dentro de los relatos de Jaime Alejandro Rodríguez – las invocaciones al lector
y el quebrantamiento de las fronteras entre la realidad y la ficción- hacen que
en el ensayo sobre la obra de este narrador ibaguereño sea pertinente el uso de
la primera persona del plural.
En aras de la
construcción rigurosa y no excluyente de la historiografía literaria nacional,
es importante que cada departamento trace su propia historiografía. Por lo
tanto, resultaba imperativo efectuar un estudio crítico de propuestas
significativas de la cuentística del Tolima hasta el 2010 (fecha de corte del
proyecto), a partir de la profundización en las obras de sus autores más
relevantes. Junto con la importancia de este proyecto para la historiografía
literaria del departamento y del país se pretende, no solo que la crítica y la
perspectiva universitaria fijen su labor reflexiva en dichas obras y autores,
sino también los colegios y escuelas. En este sentido, los dos tomos de Aproximación crítica al
cuento de Ibagué y del Tolima pueden ser herramientas
valiosas para docentes, en aras de motivar en las aulas el conocimiento de
cuentos de autores del Tolima. Por supuesto, no se tratar de caer en el
chovinismo identitario de ingresar la literatura del Tolima al canon escolar
por cuestiones de ciego orgullo, sino de suscitar un diálogo crítico entre la
literatura local, nacional y universal.
No caer en el elogio
gratuito de la literatura del Tolima es una de las premisas fundamentales del
Grupo de Investigación en Literatura del Tolima: tomar posición académica y
estética frente a los libros de cuentos, señalando cualidades de las ficciones,
pero también sus carencias y debilidades, no importa si se trata de autores
premiados o con una vida intelectual de impronta profunda en el departamento o
el país, al fin de cuentas, como plantea Edward Said “la crítica, en pocas
palabras, es siempre contextualizada, es escéptica, secular” (2008, p. 42)[3],
porque prima el análisis de las obras y no el culto a sus creadores. La crítica
literaria no puede caer en “la apología de clanes” (Gutiérrez Girardot, 2005,
p. 36)[4] y
está abierta siempre a la polémica.
CONTENIDO
LOS AUTORES DE LA INVESTIGACIÓN
Jorge Ladino Gaitán
Bayona
Profesor asociado
de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Tolima y
actual coordinador del Grupo de Investigación en Literatura del Tolima. Grado
de Honor como Licenciado en Lenguas Modernas de la Universidad del Tolima.
Doctor en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile con Grado
de Distinción Máxima.
Corresponsal para Colombia
de Sieteculebras, Revista Andina de Cultura, editada en
Cusco-Perú. Miembro del Consejo Editorial de la revista Cuadernos
Judaicos, de la Universidad de Chile.
Premio Nacional de
Crónica Germán Santamaría, en la categoría docentes y universitarios
en 2005. Mención de Honor en el XVI Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía 2012.
Premio de Poesía Juan Lozano y Lozano en 2012 y 2015.
Premio Municipal
para la Investigación en Patrimonio, otorgado por la Alcaldía de Ibagué en 2016
(por el libro Aproximación crítica al
cuento de Ibagué y del Tolima, en coautoría con Leonardo Monroy Zuluaga).
Ponente de
literatura en congresos internacionales celebrados en Chile, Perú, Brasil,
Argentina, Costa Rica y Colombia. Varios de sus artículos sobre literatura
colombiana han sido publicados en Argentina, España y Colombia.
Coautor con el
grupo de investigación en literatura del Tolima de los libros: La
novela del Tolima 1905-2005, bibliografía y reseñas (2008); Cien
años de novela en el Tolima 1905-2005 (2011); Aproximación crítica al cuento de Ibagué y del Tolima (2016);
y Cuentos del Tolima, antología crítica (2011). Este último fue
mención de honor a mejor libro de cuentos de más de un autor en el Premio
Internacional de Cuento Édito “Juan José Manauta” (Argentina, 2011).
Autor de los libros
de poemas Manicomio Rock (2009), Buzón de naufragios (2012), Baladas
para el ausente (2013), Cenizas del bufón (2014), Estado
de coma (2015), y Claroscuro (2015).
Leonardo Monroy
Zuluaga
Profesor asociado
de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Tolima,
integrante del Grupo de Investigación en Literatura del Tolima y director de la
Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana, de la Universidad del
Tolima. Licenciado en Lenguas Modernas de la Universidad del Tolima. Magister
en Literatura Hispanoamericana del Instituto Caro y Cuervo. Doctor en
Literatura de la Universidad de Antioquia.
Premio Municipal
para la Investigación en Patrimonio, otorgado por la Alcaldía de Ibagué en 2016
(por el libro Aproximación crítica al
cuento de Ibagué y del Tolima, en coautoría con Jorge Ladino Gaitán
Bayona).
Autor del
libro La literatura del Tolima. Cuatro ensayos (2008).
Coautor con el
grupo de investigación en literatura del Tolima de los libros: La
novela del Tolima 1905-2005, bibliografía y reseñas (2008); Cien
años de novela en el Tolima 1905-2005 (2011); Aproximación crítica al cuento de Ibagué y del Tolima (2016);
y Cuentos del Tolima, antología crítica (2011). Este último fue
mención de honor a mejor libro de cuentos de más de un autor en el Premio
Internacional de Cuento Édito “Juan José Manauta” (Argentina, 2011).
En el desarrollo de
su trabajo investigativo ha presentado ponencias en certámenes nacionales, ha
colaborado como articulista en la sección cultural del Diario El Nuevo
día de Ibagué. Algunos de sus artículos han aparecido en revistas
especializadas en el estudio de la Literatura, entre ellas La palabra,
de la Universidad pedagógica Litérate de la Universidad del
Tolima; Rara Avis de la Universidad Pedagógica y Tecnológica
de Colombia; Itaca de la Universidad Popular del Cesar;
y Espéculo, Revista Digital de la Universidad Complutense de
Madrid.
Ha sido ponente en
varios eventos de carácter nacional e internacional.
Profesor de planta
en el IDEAD de la Universidad del Tolima, integrante del Grupo de Investigación
en Literatura del Tolima y director de las revistas Aquelarre, Ergoletrías y
Entrelíneas. Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás
y magíster en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira.
Como investigador y
ensayista figuran sus libros El espacio imaginario en la poesía de
Carlos Obregón (2012) y El porvenir incompleto, tres novelas
históricas colombianas (2012). En la Feria Internacional del Libro de
Bogotá 2015, lanzó el libro La locura de los girasoles (Sello
Editorial de la Universidad del Tolima). Este último recoge sus poemarios La
quinta del sordo y Surgidos de la luz (tanto en
castellano como en inglés, bajo la traducción del poeta Andrés Berger Kiss);
igualmente incluye ensayos, ponencias y artículos en torno a la obra del autor
tolimense.
En Colombia obtuvo
los siguientes galardones: Premio Nacional de Poesía Fernando Mejía Mejía
(1992); Concurso Nacional Universitario de Poesía Euclides Jaramillo (1998);
Beca de Creación del Fondo Mixto de Cultura del Tolima (1999); Premio Nacional
de Poesía Universidad de Antioquia (1999); Premio Nacional de Literatura
–modalidad poesía- del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de la Alcaldía
de Bogotá (2007); Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura (2015). A
nivel internacional su poemario Bajo el brillo de la luna ganó,
mediante fallo unánime, el Premio Casa de las Américas 2015.
Ha publicado los
libros de poemas Días sonámbulos (1988), Rumbos (1993), Surgidos
de la luz (2000), Grafías del insecto (2005), La
quinta del sordo (2006), Obras de mampostería (2007),Apuntes
para un cuaderno secreto (2011, incluido en la colección Doble
Fondo IV, junto a la mexicana Kenia Cano), Música Lenta (2014)
y Bajo el brillo de la luna (2015).
[1] Capítulo del libro Aproximación
crítica al cuento de Ibagué y de Tolima, tomo II. Los autores son: Jorge
Ladino Gaitán Bayona, Nelson Romero Guzmán y Leonardo Monroy Zuluaga. Ibagué:
Sello Editorial Universidad del Tolima.
[2] Cortázar,
J. (1971). Algunos aspectos del cuento. Cuadernos hispanoamericanos,
revista mensual de cultura hispánica, No. 255, Marzo de 1971, Madrid, p.p.
403-416.
[4] Gutiérrez Girardot, R. (2005). Polémica y
crítica. Revista Aleph, No. 134. Manizales, Julio -Septiembre de 2005.
Recuperado de http://www.revistaaleph.com.co/component/k2/itemlist/category/2-edición-no-134.html
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