Tres
nuevos libros publica la editorial: Verónica
resucitada, El robo de la cañonera
y Los adelantados
(Aquí
encontrará los primeros capítulos de las dos novelas).

Carlos Orlando Pardo regresa a la palestra de la literatura con su novela Verónica resucitada y su libro de notas amorosas sobre sus amigos muertos: Los adelantados.
Editados por Pijao, en su nueva colección, junto al libro
inédito de Héctor Sánchez, El robo de la cañonera.
Libros
cuidadosos que responden a la experiencia de tantos años en la brega de las
ediciones y la divulgación cultural.
No sólo
son cuarenta años de la editorial sino otros tantos de dedicación a la
literatura por parte de su fundador.
Carlos Orlando Pardo
(El Líbano, 1947)
(El Líbano, 1947)
Podemos
leer en creadorescolombianos.com:
El cuentista
Carlos Orlando Pardo es considerado uno de los mejores cuentistas colombianos.
En 1972 publicó, junto a su hermano Jorge Eliécer, Las primeras palabras en donde reunieron los cuentos ganadores de concursos departamentales y locales en los que había participado. Aquí podrá encontrar todo acerca de este primer libro de Pardo: Las primeras palabras
En 1982 publica Los lugares comunes, que sería el libro que lo colocaría a la vista de los crítico de la literatura colombiana. Todo el universo de Los lugares comunes:algunos cuentos y comentarios publicados acerca del libro, los encontrarás Los lugares comunes
En septiembre de 1986, el Centro Colomboamericano publica la primera edición de La muchacha del violín. Un libro con breves, casi insignificantes historias, que adquieren por la forma en que son comunicadas y por el recurso de un final sorprendente en parte, pero nunca truculento, honda significación y la máscara impenetrable del desengaño y la tristeza. Lo invitamos a conocer La muchacha del violín
En mayo de 1996 publica El invisible país de los pigmeos, un cuento publicado en la serie juvenil de Pijao Editores con portada e ilustraciones de Fabio Morales. Entre al mundo de este bello Invisible país de los pigmeos
El último sueño, Pijao Editores, 2004, es hasta el momento la última muestra de cuatro amplios relatos de Carlos Orlando Pardo, donde se confirma como un narrador que sabe atrapar a su lector desde las primeras palabras y lo lleva sin titubeos hasta la última. Lo invitamos a leer El último sueño
Gabriel García Márquez, Germán Vargas, Rafael Humberto Moreno Durán, Daniel Samper Pizano y Eduardo Pachón Padilla, entre muchos otros estudiosos, han publicado comentarios acerca de la vida y la obra de este creador colombiano cuyos sueños pasean por todas las facetas del arte y la cultura. Lea algunos Conceptos sobre sus cuentos.
El novelista
|
Las novelas de Pardo inician un
camino con el triunfo marcado entre sus líneas. Su primera novela fue Lolita
Golondrinas, publicada bajo el nombre de Los sueños inútiles por la editorial
Oveja negra en la Biblioteca de Literatura colombiana que reunió a los mejores
100 escritores de la literatura colombiana hasta 1985.
Lolita Golondrinas, su primera
protagonista, se robó el show. Cientos de notas aparecieron en medios
nacionales e internacionales acerca de esta novela y, especialmente, acerca de
esta mujer de la que miles de colombianos se enamoraron.
Lolita es la vida en su absurdo
manifiesto, el dolor por la separación amorosa y los abismos a que conduce, en
suma, lo malogrado de unas vidas. No se quede sin entrar al universo de Lolita Golondrinas
En 1994 publica su segunda
novela: Cartas sobre la mesa. Un texto donde la memoria florece y se extingue,
desafía y vence el olvido para recuperar el itinerario inocente y hermoso de
los primeros años de una joven tranquila que se enamora de un hombre casado.
Con lenguaje directo y eficaz, Pardo acumula una tensión que no se rompe ni en
la última página. Cartas sobre la mesa
En 1997, con el
lanzamiento de su Obra Literaria, publica La puerta abierta, una novela vuelve a jugar
con un humor del corte esgrimido en Lolita. Con esta obra, Pardo cierra su
ciclo de novelas de amor para prepararse a novelas de corte más épico y
universal que se encuentran en preparación.
El investigador
Carlos Orlando Pardo ha sido
catalogado como uno de los más importantes investigadores de la cultura
colombiana, y uno de los más prolíficos, toda vez que sus trabajos alrededor de
la cultura han sido publicados y distribuidos de manera amplia
Y es que su trabajo literario no
solamente lo ha concentrado en la creación sino que la investigación a través
de diferentes géneros es una importante clave para entender este creador
colombiano.
Usted solo escoja la faceta de
este creador colombiano y encontrará todo un universo diferente, los libros
publicados y lo que sobre él se ha dicho en medios nacionales.
La nueva novela
de Carlos Orlando Pardo
de Carlos Orlando Pardo
Ahora con
su Verónica resucitada trabaja las
eternas contradicciones del amor donde la historia secreta de tiempos y mundos
familiares, en un lenguaje contemporáneo y una estructura moderna, entretejen
interesantes reminiscencias donde la Historia Patria forma parte de escenarios
y evocaciones.
Carlos
Orlando tiene ya unos lectores asegurados a quienes les agrada esa literatura
fresca, renovada, donde la palabra es el eje de narraciones que se construyen
agradables e inteligentes sobre los temas que siempre le han apasionado: el mundo
de la pareja, la literatura, la familia, la historia nacional y el humor.
Los dos novelistas
con los que se celebran los cuarenta años de Pijao, han tenido una larga
amistad desde los ya lejanos tiempos en los que Héctor Sánchez ganara el premio
nacional de novela Esso con Las causas
supremas a los siempre celebrados meses cuando Sánchez venía de México o
España. Ahora comparten libros, lecturas y música en la a veces apacible ciudad
de Ibagué donde los contertulios disfrutan el aire tibio del Vergel y las
tardes tranquilas sentados mirando el bosque y escuchando la voz de Rodrigo
Silva u Olga Walquiria.
El país ha
conocido a dos escritores que han leído a la mayoría de sus colegas: Carlos
Orlando y el ya fallecido Ignacio Ramírez. Pero es Carlos Orlando el que
siempre se refiere a los libros de sus colegas con cariño y respeto, extrayendo
de ellos lo bueno, la cita apropiada para ponderar al autor.
El 21 de febrero,
día en que Pardo celebra sus 65 años, se presentarán los libros en un enorme
salón de la Gobernación del Tolima, con capacidad para mil doscientas personas.
No es la primera vez que las convocatorias de Carlos Orlando son atendidas por
los tolimenses y, por sus amigos que lo respetan y valoran no solamente como
escritor sino como excelente promotor y gerente cultural.
Verónica
resucitada
de Carlos Orlando Pardo
de Carlos Orlando Pardo
UNO
Verónica apareció sesenta años después de la
noticia de su muerte. La confidencia asomó vertiginosa bajo la voz grave y
flemática de una señora que al otro lado de la línea se identificó como
enfermera del Seguro Social, preguntó directamente por mamá con su apellido de
casada y habló de una mujer con diagnóstico de cáncer terminal que deseaba
conversar con ella antes de morir. Pensamos que se trataba de una broma y
alguien quería entretenerse dándole a una mentira la apariencia de verdad. A
mamá le pareció un despropósito y así lo dijo, explicando que los homónimos
abundaban en todas partes y a lo mejor estaban confundidos. Era la hora del
almuerzo y el comentario saltó a la mesa sin que le diera mucha importancia.
Sabía que Verónica había muerto cuando ella tenía pocos meses y los recuerdos
mismos de una insustancial imagen remota surgían fragmentados para su frágil
aspecto de entonces, sin que significara nada más que una referencia
desintegrada por los años. La desconfianza sin embargo se notó en su mirada.
Estuvo lela con los ojos puestos en la puerta como si aquella sombra que
aparecía en su vida y en la nuestra, entrara de pronto a la casa rodeada por la
incertidumbre.
Nada hizo presagiar que se
atesorara algún secreto sobre su realidad, puesto que jamás existió ninguna
actitud que engrandeciera la más mínima sospecha sobre su existencia. Verónica
fue una mención efímera cuando se mencionó y no produjo inquietudes más allá de
entender la tristeza que pudo abrigar al morir dejando solas a dos niñas. Por
lo demás, al no tener vínculo diferente a su ocasional información, nada que
fuera a interesarnos por encima de lo que dijeron no sólo mamá sino su única
hermana conocida y el abuelo mismo. Al fin y al cabo, todo lo que la nombrara
no era sino simple curiosidad en casuales y furtivas conversaciones de familia.
Pero las cosas cambiaron tanto desde su inducida aparición, que empezamos a
dudar de la integridad de nuestro pasado.
Estábamos enfrentados a un
acertijo como adivinando un punto negro en una de las líneas de la telaraña y
sin hallar en el rompecabezas precisamente la pieza que faltaba. En la casa
ninguno era aficionado a los crucigramas, aunque algunos siempre buscaran
resolverlos ayudándose con preguntas en voz alta. Fue lo que hicimos como un
divertimento sin creer que a pesar de las vidas esfumadas el enigma no fuera a
tener solución. Tras darle más vueltas al asunto como barajando las cartas del
naipe, se nos ocurrió ir al viejo álbum que ya nadie miraba ni por curiosidad
para rescatar su imagen. La teníamos tan olvidada como su mismo recuerdo porque
jamás compartió con ninguno y allí, en las primeras páginas, estaba sonriente
como la conservó escondida el abuelo debajo del colchón durante muchos años.
Era un retrato de juventud tomado en el centro del parque del lugar donde ellos
vivían. La fotografía fue descubierta por la empleada cuando arreglaron el
cuarto del viejo, poco después de su entierro, varios lustros atrás. Nos
sorprendimos de ver su parecido con mamá y nos asaltaron otra vez las preguntas
que tuvieron las mismas respuestas, no sólo las del abuelo cuando aún nos
contaba historias al ir a visitarlo, sino las de la tía Sofía que resultaban
exactas: “Ella murió cuando Inés tenía algunos meses”.
—Aquí
tienen a su abuela, dijo la mujer encargada de la casa que acompañó al viejo y
a la tía durante una larga época.
Al
extendernos el papel, miramos la fotografía por primera vez. Lo que no
entendimos fue por qué, jamás, el abuelo, que era tan detallista, no la puso en
un portarretrato o por qué se acostó tapando su risita tanto tiempo sin
dejarnos examinarla, por lo menos un momento. Nuestro único consuelo fue
apropiarnos de su cara detenida y nos dimos a la tarea de buscar por todas
partes con el propósito de encontrar otras fotos para armar siquiera una página
de ella. El ejercicio no podía ser gratuito porque nosotros éramos dados a
conservarlas para los ratos de evocación cuando tejíamos la historia de nuestra
familia. No fue en vano por fortuna el esfuerzo porque encontramos varias
refundidas en los más insólitos rincones. Imaginamos que quizá el viejo
secretamente iba a verla y nadie nos impidió que las guardáramos. Era todo lo
que teníamos de Verónica.
Decidimos
matar la curiosidad como quien busca escuchar algo detrás de la puerta
corroborando la información sin saltarnos un paso, tratando de disipar así las
dudas súbitas de mamá dando vueltas por la casa haciéndose la que buscaba algo,
rociando las matas y silbando, cosa que únicamente hacía cuando estaba
nerviosa.
—Eso
no puede ser posible, —dijo seria una y otra vez.
—Sí,
no puede ser posible, —asentimos, pero tener la incertidumbre quién sabe por
cuánto tiempo sería un suplicio y hasta una culpa de la que difícilmente
podríamos salir. Discutimos largo rato y al entender que la verdad es siempre
más extraña que la ficción y empeñarse en negar por negar no era prudente,
tomamos una medida.
—Vamos
al hospital.
Se nos hizo interminable
el viaje que de Ibagué a Bogotá no dura más allá de las cuatro horas y a pesar
del aire acondicionado, un extraño calor nos acosaba y fue mucho lo que
especulamos antes de verificar la indagación.
¿Sería
posible que mamá la escondiera como hizo el abuelo? ¿Qué culpas pudo tener
Verónica como para merecer, si no el olvido, por lo menos una radical
indiferencia? ¿Por qué si estaba viva no nos fue permitido saberlo?
Tanto las
preguntas de mamá como sus respuestas circulando pasajes claves de su vida, nos
dejaron la sensación de que en verdad ignoraba lo que había sucedido y, más aún,
lo que estaba ocurriendo.
Fingimos
aplomo al ingresar a los pasillos del Seguro Social y lo conservamos al cumplir
los trámites de rigor para la entrada. Al entregar los documentos y explicar
adónde nos dirigíamos —porque ya sabíamos en forma exacta el lugar de su
ubicación ofrecido por la enfermera al llamar por teléfono—, no fue secreto
para nadie que éramos incapaces de ocultar la sospecha. Cada quien cargaba su
ansiedad, deseando en el fondo comprobar la equivocación y salir sin la
flaqueza que antes nos conmovía.
—No
hay imposibles, —dijo Clara privándonos del regocijo que animaba en parte la
esperanza de tropezarnos con una situación llena de equívocos.
—Tenemos miedo porque ignoramos la verdad, —dijo
Jorge.
El silencio que imponen
las clínicas donde a diario se combate la enfermedad y la muerte parecía mayor
para nosotros. Íbamos como si quisiéramos evitar lo inevitable. El azar
marchaba al frente y avanzábamos dóciles a enfrentar un destino extraño,
abrumados por la duda. El temor parecía aumentar en la medida de nuestros pasos
por el largo corredor.
—Es
por aquí, —señaló un funcionario de bata blanca.
En la habitación con dos camas se percibía una
pesada atmósfera de viento detenido y el olor a medicamentos. La fuerza de la
incertidumbre que provenía de los interrogantes inacabados nos devoraba
prematuramente.
—Es
ella, —dijo una enfermera alta y gorda de ojos claros, advirtiendo, no sabemos
si por nuestros rostros, que éramos los supuestos familiares.
Tenía
puesta la conexión de una bolsa de suero en su brazo derecho, una jarra con
agua al borde de su mesa de noche metálica y los ojos cerrados. Al verla no
pudimos aceptar que se tratara de una farsa porque era no sólo exacta en lo
físico a mamá, sino que al abrir los ojos y decirnos con tono de reproche casi que no aparecen, el timbre de su
voz reafirmaba, aún en forma más enfática, nuestras consideraciones.
El no puede ser de cuando recibimos la
noticia perdió validez al estar frente a ella. Ya no restaba nada más que decir
Sí puede ser y es, con un nuevo y
explicable nerviosismo que nos sumió en nuevas preguntas sin respuestas.
Al rodear
su cama la vimos ponerse, con su mano libre, los anteojos gruesos que le
colgaban del pecho. Saludó tranquila a mamá por su nombre y le ordenó que
arreglara los detalles para salir de inmediato. No cargaba, a pesar de sus
años, el timbre de voz tembloroso e indeciso, sino que era firme y definido.
Seguimos
en un largo silencio y mamá no atinó ni a moverse frente a sus instrucciones. La
miraba fijamente sin ocultar la brillantez que ya inundaba sin temor sus ojos.
Lo que parecía preceder un sombrío misterio corría su velo y nos estacionaba al
final del laberinto. Aquel fragmento de una realidad antes sin presencia
concreta, surgía ya no como una sombra en busca de ser adivinada sino como un
fantasma materializado.
Observó
por un instante a mis dos hermanas, a mi hermano y a mí con serenidad pero con
algo de melancolía. Sus ojos voraces y fatigados parecían reconstruir entre el
viaje repentino en la memoria, todos los rostros que no se habían desvanecido
en el crepúsculo de lo que ahora era su existencia. Recompuesta y sin
vacilaciones nos preguntó a cada uno si era o no como ella nos nombraba. Fue
tal la precisión que no salíamos del asombro porque teníamos la certeza de
jamás haberla visto, salvo en las viejas fotografías que rescatamos luego del
entierro del abuelo.
—Sí señora, —dijo cada uno.
—¿Cómo lo sabe? —se atrevió a preguntarle Clara no sin
cierto temor.
—Es una historia para después. Por ahora vámonos de
aquí.
La
enfermera la alistaba y nos insinuó que saliéramos por unos minutos. Nos fuimos
a buscar al doctor sin hacernos preguntas. Las palabras parecían sobrar por la
elocuencia de un hecho insólito para todos, empezando por mamá que incapaz de
contener el llanto se desahogó entre los brazos de mis hermanas.
Al
conversar con el médico tratante, nos advirtió que no se explicaba cómo era que
aún estaba viva y que sólo podría aclarárselo por el gran deseo que la acompañaba
de vernos a su alrededor.
—Lo que es el poder de la mente, —explicó.
Ni las
miradas convencionales de las enfermeras ni las observaciones del doctor joven
que nos acompañó, taparon su desprecio hacia nosotros por el abandono al que
parecíamos haberla sometido. Su desdén pudo haberles servido de alivio pero no
de consuelo ante los meses de su soledad en el Seguro y aunque les pareció
vano, extendieron recomendaciones y el horario de los medicamentos para sus
últimos días.
—Los males que no tienen remedio los cura la muerte, —dijo
la enfermera en voz baja.
Poco nos
ocupamos de justificaciones porque nos pareció inútil delante de sus ojos
grandes y fijos empezar a dar explicación sobre lo que únicamente a nosotros
podría importarnos. Sin disculpa alguna para nadie, el silencio prolongado que
inundó el ambiente pareció darles a entender que éramos una gente extraña y no
nos comportábamos como buenos miembros de familia.
—Aquí no debe estar por más tiempo, —dijo el médico
sin que nosotros hubiéramos lanzado una sola pregunta.
Al
intentar interrumpirlo, nos explicó que su permanencia en el Seguro Social no
era indispensable y necesitaban con urgencia las camas para nuevos pacientes.
—Debemos luchar por los que tienen alguna posibilidad
de vida, subrayó.
Sin
dejarnos revirar porque no conservábamos ese derecho según pudo haberlo
pensado, nos dijo con sequedad que teníamos la opción de ingresarla a un lugar
para ancianos donde ayudaban profesionalmente al buen morir.
—Tranquilo, doctor, no se preocupe.
No
sabíamos si indignarnos, si reprocharle, si explicarle la historia, en fin,
anonadados, parecíamos muñecos de cuerda. Sin embargo, hicimos algunas
preguntas con discreción para que ella no se percatara y sin ahondar en más
detalles definimos traerla a la casa. No nos unía ningún tipo de afecto más
allá de la sangre, pero fue suficiente para tomar la decisión.
La
pesadilla había pasado su primera etapa como si al escaparse de las dudas ya no
experimentáramos el deseo del desmayo ni el de la murmuración. Era como si el
lenguaje del destino y de la muerte nos entregara, traducido a verdades, lo que
siempre estuvo en tinieblas.
Sin
necesidad de cancelar ni un centavo por las cuentas de sus últimos meses en el
hospital, únicamente ofrecimos unos pesos a las enfermeras encargadas de
atenderla. Los recibieron sin esconder una mueca de desprecio hacia nosotros.
En el poco tiempo que permanecimos allí, nos dimos cuenta de cómo Verónica,
gracias seguro a su manera de ser, se granjeó el cariño de cuantos la trataron.
Al salir no faltó el abrazo y hasta la cortesía falsa pero necesaria de
advertirle: “cuando se sienta malita ya sabe que aquí nos encuentra”.
Su sonrisa
triste que parecía simular una plegaria, quedó virtualmente extendida como la
palidez de su rostro sobre el paisaje de sábanas blancas donde se incubaba la
revelación del vacío o la esperanza. Sin perder el brillo de sus ojos y dando a
entender que las calamidades de la soledad terminaban para ella, no ignoró que
se tropezaba, por fin, con el refugio para su ancianidad y para su tragedia. No
era tan ingenua para evitarse la verdad de estar dirigiéndose a la orilla de su
tumba y con una apasionada lucidez, con cierta exaltación mental que le
otorgaba fuerzas, apuró de nuevo las gestiones para no perder más tiempo y
proporcionarnos la historia que desconocíamos. Era como una cigarra que dejaba
su piel pero quería conservar su canto.
Nos
dirigimos a su apartamento de acuerdo con la dirección que nos dio. Al ingresar
a un bien arreglado lugar con lo estrictamente necesario para la comodidad de
una mujer sola, advertimos que tenía bien organizada su vida, por lo menos en
apariencia. Miró todo como si la voz de su pasado se perdiera en la renuncia y
como si esa isla que construyera para sus días y noches de soledad ya no le
inspirara nada en absoluto.
—Cada día tiene su propósito, —dijo.
Luego de
volver lentamente su cabeza hacia lado y lado como repasando para ver si las
cosas conservaban su lugar, indicó con voz seca que empacáramos algo de su
ropa, regaláramos a las vecinas amigas suyas lo restante y saliéramos de una
vez.
Antes de
partir no le vimos ninguna nostalgia por los objetos que la acompañaron y
dejaba, pero sí fijó intensa su mirada hacia una pequeña biblioteca como para
llamar nuestra atención. Al detenernos, vimos ordenados los libros que,
individual o colectivamente, habíamos publicado con mi hermano. En la parte
superior del estante reposaba un álbum de recortes de prensa que registraron
comentarios y entrevistas y, al lado, un crecido legajo con fotografías de
todos nosotros.
—Pueden llevarlas.
Notamos
que le molestaba cualquier indagación y su voz y sus ojos, fijos en nosotros,
fueron suficiente señal para no continuar con la inquietud frente a lo que
seguía sorprendiéndonos cada vez más. Siguiendo sus instrucciones empacamos lo
que ella indicó y dejamos atrás su vida pasada cuyas llaves entregó a una amiga
de al lado.
—¿Y la señora Verónica vuelve?
—De pronto, a recoger los pasos.
La
observación a que fuimos sometidos tenía el mismo desprecio -o mayor porque no
lo disimularon tanto- al realizado por el médico y las enfermeras.
—Me la tratan bien, —dijo una de sus vecinas.
—Como si fuera mi madre, —respondió mamá irónica.
De nuevo el viaje de
cuatro horas entre Bogotá e Ibagué se nos hizo interminable. Conversamos con
los ojos y ella, sin dar muestras de cansancio, tan sólo un pequeño quejido al
buscar mejor acomodo en el carro, aludió a la belleza del paisaje, bendijo el
calor que empezaba a sentir por las proximidades de la tierra caliente, pidió
le compráramos una botella de agua y dijo que nos despreocupáramos, que no iba
a ser ningún estorbo, que ella iba a morir en los próximos días y guardaba el
dinero suficiente para pagar las enfermeras y los medicamentos que se
necesitaran.
El
cansancio parecía ganarnos como si el susto presentido con los ojos cerrados lo
viviéramos ahora con los ojos abiertos, mucho más cuando las palabras reposaban
en un gran silencio. Temíamos parecerle inoportunos por más que nos animara la
intención de conversar y apenas dijimos lo absolutamente indispensable. Ya las
dudas y las verdades se movían palpitantes entre nosotros y lo intangible se
hallaba encarnado en Verónica que parecía vibrar prisionera del paisaje.
No era la
abuela una sombra ni la frase de un anuncio suspendida en el vacío de la duda,
si no alguien que parecía florecer y extinguirse en medio de su fuerza y de su
debilidad. Los hechos nos devoraban sin engaños y el tiempo, como una verdad
reveladora, surgía al estilo de una luz que causaba una ceguera absurda y
confusa.
Antes de
decirle que ya estábamos a pocos minutos de nuestra ciudad, dijo que quería
conocernos algo más si las horas le alcanzaban y cumplir, como lo tenía claro,
su cita con la muerte.
—Aquí están los papeles con los detalles de mi
entierro, —dijo a mamá entregándole un paquete que sacó con cierta dificultad
de su cartera—. Y no se preocupen que ya todo lo tengo cancelado.
Al frente
estaba la avenida cuyos detalles conocíamos de memoria y sentimos alivio por
regresar a casa. Al instalarnos, por lo menos eso pensamos, nos empezaría a dar
la respuesta a tanta especulación que cada uno fue haciéndose desde el momento
en que se recibió la llamada refiriendo su existencia, hasta el actual en que
íbamos con un ser extraño a nosotros y era nuestra abuela, no tanto muerta como
lo creíamos, sino al borde de estarlo.
El robo de la
cañonera
de Héctor Sánchez
de Héctor Sánchez
Había llegado a la intransigente edad en que los buenos
momentos ya no eran los de antes y la inmensa tierra que habitaba tampoco
coincidía con sus deseos. Que por donde la andara, empecinado en darle su
confianza, tropezaba siempre con los mismos pensamientos que, desenvueltos
cuidadosamente, le recordaban el arca de Noé, con sus animales completos que se
aburrían. Y él en la ventana de las conjeturas, agazapado en el intento de
tomar sus alas y marcharse. Su vida había sido un paciente acto de fe,
acumulado como esos papeles sin destino que van cayendo sobre un escritorio y
que, al principio lo tienen todo para ser auspiciosos, pero luego se cubren de
polvo, para terminar en la tumba de los papeles olvidados.
Había despertado con dolor
a los años del desencanto, que es esa edad en que las afirmaciones se revelan
con implacable claridad, mientras que las palabras pierden lo ganado
ilusoriamente en los primeros combates por la vida. Como si presintiera ese momento había escrito pacientes cartas
a la embajada francesa, buscando una efectiva aproximación a la Legión Extranjera,
que casi podía ver en los huracanados desiertos de Argelia, disparándole a las
sombras nómadas rebeldes, que con frecuencia llevaban el filo de sus alfanjes
hasta la garganta de sus víctimas.
Como si se encontrara en la
primera fila del cine, podía seguir las sobrecogedoras aventuras de unos
hombres que con esfuerzo, habían dejado de tener padres, renunciando a la
patria y tomado al mundo por una puta sin destino, que bailaba lo mismo en un
lupanar de Alejandría o se acostaba con la soldadera en alguna plaza militar de
Tetuán.
Podía no sólo seguirlos en sus asaltos y escaramuzas para robarse unos caballos o, recuperar a la sobrina cautiva de un coronel, sino respirar sus tensiones y el aire salobre del coraje sin recompensa, el pulso de la noche en lo hondo de una botella asaltada complaciente hasta la inconciencia.
Podía no sólo seguirlos en sus asaltos y escaramuzas para robarse unos caballos o, recuperar a la sobrina cautiva de un coronel, sino respirar sus tensiones y el aire salobre del coraje sin recompensa, el pulso de la noche en lo hondo de una botella asaltada complaciente hasta la inconciencia.

Parecía
subyugado por la carrera de las armas y sus apasionantes viajes a través de las
guerras y conflictos, pero no. Había escrito a Francia sólo por tantear el
terreno y jugarse un albur que lo convirtiera en soldado y luego, redactar una
carta decisiva pidiendo la baja y quedarse por allá trabajando en los viñedos,
comiendo un poco de queso acá, otro poco de jamón más adelante y, a la
buenaventura, perder su celibato con alguna extranjera.
A
lo largo de dos años escribió a las autoridades francesas, repitiendo sus
alegatos y, lleno de ansiedad en el momento que volvía su porfiada lengua sobre
las estampillas de ese sobre urgente que caía en el pozo de una lona fría para
refundirse con otros documentos, hasta que una mano accidental la rescataba
inadvertida, dejándola algún tiempo por ahí, mientras aparecía una segunda mano
que sin abandonar el cigarrillo la ponía en marcha, conduciéndola a otra lona
que decía en letras gordas Uganda y, su carta iba para Francia.
Era
como había ocurrido sucesivamente y, las ocasiones en que no se repitió fue
porque el avión se estrelló en las proximidades de Madrid o fue derribado por
la artillería cubana al atravesar el cielo. Dos años, en que como dicen, sólo
le faltó ponerse d e rodillas para convencerlos de sus inválidas palabras. Y no
estuvo muy lejos de tomarse otro año, para sentarse a redactar nuevas cartas, si
no es porque Etelvina Naranjo, amiga de fugaces tres líneas en esta crónica,
sopló en sus orejas para que la escuchara y al mismo tiempo le escondió las
estilográficas y retiró de su casa la papelería.

Para encontrarse al final con el fusil al hombro de todos los reclutas, un rifle norteamericano de los utilizados en la batalla de Normandía. Después sería conducido en un camión de feria, al campo de instrucción militar, donde cada una de sus partes fue sometida a la férrea prueba de los metales nobles y luego, vuelto a armar como se hace con el intrincado motor de una aspiradora.
Sin
que nadie se lo preguntara fue asignado a una pesada lancha de la marina que
viajaba de punta a punta por el Amazonas, persiguiendo fantasmas, porque los
contrabandistas y negreros de barraganas indocumentadas, seguían entrando y saliendo
por caminos secretos y, apareciendo en el plato de todos los escándalos como un
viento de alegría, auspiciados por la tolerancia de quienes no habían visto ni
oído nada.
En
la plancha de hierro puro, cocinaban los alimentos, lavaban y colgaban de una
cuerda los uniformes y, al faltarles una decente letrina, sentaban sus culos
desnudos fuera de borda, con seriedad fúnebre. Para Fortunato no fue una
operación feliz. Sólo un recuerdo y el mal deseo, muchas veces expresado, de
ceder su lugar a otro que no tuviera objeciones de conciencia.
Como
en la vida militar nunca se sabe cuánto duran las semanas, ni los meses y, si
hay que defender una trinchera, hasta cuándo hay que hacerlo, se entregó al
inmenso río, como quien se levanta en la mañana y después de pensárselo mucho
decide abrazar la vida contemplativa, lo que después de todo lo libró de ser un
soldado negligente. Él cumplió junto a sus
compañeros los deberes de cada día y si había que mezclar las tapas de las
ollas con los chistes groseros, allí estaba, simulando que nada podía
descorazonarlo, ni siquiera su canto triste que ellos querían compartir desde
que lo escucharan por primera vez, en la noche aún más oscura de sus desvelos.
Su
trabajo era más aceptable que el de mucha gente que con el suyo se sentía
desgraciada. Viajar aunque sea por un río caudaloso, donde fácilmente puede
surgir una flecha envenenada o una sorpresiva nube de pirañas, es infinitamente
más entretenido que no hacerlo, o hacerlo solamente de la casa al trabajo,
hasta alcanzar una lacónica pensión de vejez. Viajar por un río cuyo nombre se
pronuncia con respeto, hasta donde el mundo termina, resulta un privilegio,
aunque Fortunato no lo apreciase así.
La
lancha seguía la corriente del río, bajo la imponencia de un sol que desnudaba
su fortaleza, como un atleta lo hace con sus músculos, identificada con una
bandera ondulante de tres colores en la popa y, una docena de artilleros
apuntando vagamente la boca de sus ametralladoras hacia la impenetrable selva. Cuando surgía un barranco de cañas alzadas como
casas, la motorizada buscaba a pasos cortos la orilla y a saltos, los
patrulleros desembarcaban para inspeccionar si había por allí una gallina que
les sirviera de alimento o, acaso una muchacha para darle un beso. Pero no
contrabandistas, ni ladrones de ganado, ni extranjeros peleándose en ríos
ajenos. Ellos sólo buscaban una tregua y si hallaban algo más que pudiera
alegrarlos, aplazaban sus operaciones.
Así,
de puerto en puerto, en busca del eslabón perdido, como si la embarcación fuera
empujada por la leyenda de los viejos bogas que habitaban el río como dioses,
observando a esa misteriosa fortaleza de monte corriendo en dirección contraria
y, entre las disidentes voces de los animales, el llanto nocturno de los manatíes
platinados que precedieran a las mujeres en la piadosa tarea de amamantar a sus
criaturas.
Como
el burro que se pasa la mañana en el pueblo dando vueltas con sus cantinas de
leche a medio vender, tropezaron varias veces con el barco de los holandeses que
andaba por aquellas regiones sin fronteras ni sometimientos, desplumando sus
inquietudes científicas y su paciencia de misioneros inmunes al temor de la
malaria o la picadura de serpientes. Unos exploradores intensos que nadie sabía
de dónde habían salido para entregarse a defender metódicamente el futuro de la
humanidad, en lugar de sumarse a ella para aligerar su destrucción, poniendo
oídos sordos a las sabias advertencias del sentido común.
Pasaban
los holandeses con la loza de sus dientes asomada a los labios, como hacen los
conquistadores que están seguros de contar con su experiencia para no perder lo
alcanzado con la espada y, como la patrulla nacional no tenía jurisdicción para
dispararle a embarcaciones de otras banderas, no le disparaban, aunque
cualquier de ellos lo hubiera hecho a ver qué cara ponían, recordándoles de
paso, que debían andarse con cuidado en tierra ajena y entre gente que podía
ser muy cruel.
No
le dispararon a los holandeses, pero en cambio lo hicieron contra las gajas de
plátano, que unos labriegos movilizaban en el río y que presenciaron asombrados
la dispersión de la carga en mil pedazos. Resultó divertido y no volvió a
repetirse, porque era moralmente inaceptable que anduvieran disparándole a los
pobres, cuando en los tiempos que corrían no le soltaban fácilmente un hueso a
los perros y, la munición era mucho más que un hueso, para despilfarrarla.
A
veces, coincidían en algún trayecto del río con las patrullas del Perú y Brasil
y, entonces la disciplina se alteraba, porque como todos andaban subidos en el
mismo barco, decidían darle una tregua a sus antipatías y reconocerse con
algunos bocinazos, mientras lanzaban sus gorros a lo alto. Después
se acosaban, haciendo girar sus motoritas en círculo, hasta que agotados los
peligrosos recursos de los timoneles, alzaban sus brazos como campeones e
intercambiaban piedras de colores por café, narigueras de hueso por cobijas de
lana, revistas pornográficas por monedas de plata. Barras de chocolate no, ni
guacamayas.
Después
se despedían, con los preocupantes pensamientos de presidiarios al momento de
dividir sus caminos, porque esa era la vida que llevaban al permanecer meses
enteros en una reducida embarcación que viajaba sin sosiego, a cuenta de que la
delincuencia tampoco duerme, sometidos amargamente al deseo de las mujeres y
las mujeres en tierra firme, acostándose con otros. Lo que confirmaba que no siempre las consignas nobles son
sabias, porque en estricta justicia, un buen soldado no es el que renuncia a la
mujer. Y en todos los casos, no es bueno que el hombre esté solo, afirmación
benevolente entre todas las grandes revelaciones.
El
soldado Fortunato Lezna navegaba como una indefensa sardina en su lata. Se
sentía agraviado porque aquella atolondrada aventura le había costado la
alternativa de un viaje a Francia, el proseguir su carrera de vocalista en la
radio y la pérdida de sus amigas, de todas esas muchachas que conociera en el
paradero del transporte urbano, en las apretadas mesas de los restaurantes
populares, en las tabernas alemanas que vendían cerveza hasta el amanecer. Alguna
de ellas volvió a su memoria en una dimensión inesperada, que le recordó el
cálido sosiego de las palabras íntimas.
Sólo
el recuerdo. Ni siquiera una carta, porque las cartas a duras penas llegan a
direcciones conocidas y, los navegantes navegan sin remedio, navegan sin
destino y a donde van, nadie lo sabe. La
verdad es que sus amigos no lo olvidaron y sólo empezaron a hacerlo cuando
recibieron la penosa noticia de su incorporación a las filas del ejército de la
república, que era como decirle adiós a los muchachos para seguir su camino
hacia la eternidad. Porque existía no sólo un frente rebelde, sino muchos
frentes, con sus capitanes que se movían como las avispas, clavando su aguijón
en todo lo viviente, incluidas sus madres, los curas y hasta los escritores que
aburridos como sus libros, se merecían un condigno castigo.
Sus
amigos lo que hicieron fue llorarlo simbólicamente en algunas fiestas tristes
sin él, en las que Timoteo Rojas que había convertido su guitarra en una plaga,
desempolvó los legendarios corridos de la revolución mexicana, cantándolos con
el inmenso dolor de quien ha perdido a su caballo. A nadie se le ocurrió señalar que
así como daban por muerto a Fortunato, podían darlo por vivo, hasta que se
supiera por la letra escrita de un mensaje del Ministerio de Guerra, que el
soldado ya era carne mortal y, estaban enviando los botones dorados de su
uniforme a la familia. Fue
todo y, podía ser que el sacrificio no mereciera nota de estilo, pero nadie
podía asegurar que él no regresaría, como había ocurrido tantas veces con
andariegos que partían sin avisar y cuando volvían podía ocurrir que se
encontraran velados en la mitad de la sala o, enterrados sin saberlo, con su
nombre en letras doradas.
Como
dijo Benita Pavón, tantas incertidumbres porque el joven soldado no se acordó
de enviar una retorcida señal de su paradero o de su muerte, que les hubiera
ahorrado llevar su recuerdo de un lado para otro como el cadáver de Elmer
McCurdy, el pistolero de Oklahoma, que ni muerto llegó a tener una decente
tumba. Benita Pavón expresó también que a pesar de su presentido final, seguía
queriéndolo, pero que no planeaba raparse la cabeza, ni dejar de cantar en los
concursos de la radio donde lo conociera, empecinado como ella en alcanzar los
grandes escenarios del mundo.
Fortunato
había sido llevado al canto desde que pronunciara las primeras palabras y,
descubriera también el placer de repetir las palabras sucias que llegaban de la
penitenciaría. Cursó la escuela elemental perdido en sus coros ocasionales
donde no resultada fácil destacarse porque todos querían hacerlo y, su voz era
sólo la de un pichón de ruiseñor. El único que entonces advirtió que en ese
chico había un trovador oculto fue él mismo, pero como era tímido, se alzó de
hombros como diciendo, Uds. se lo pierden. El cambio de
voz pudo arruinarlo todo y luego, la secundaria que llegó acompañada del
cigarrillo y el alcohol, pero como lo dictara Eurípides de su puño y letra, lo
que es bueno para unos es malo para otros. Tampoco esta vez los oídos quisieron
escuchar, con lo que él pudo explícitamente concluir: por sus largas orejas los
reconoceréis.
Había
aprendido en carne propia que hacerse cantor es más complicado que hacerse rico
y, repetía con abundantes razones que el hombre no sabe escuchar, que el hombre
es sordo y la sociedad lo confirma, que inteligentemente quien tenga algo que
cantar no se confíe y después de llegar a casa eche el cerrojo y aún así, entre
modestamente en el baño y otra vez, cierre bien la puerta.
Benita
Pavón sabía que su camino hacia el estrellato sería fatigoso, pero no tanto y,
despertaba como los pájaros cantando. Cantaba de día y de noche, sin
desfallecer, según sus planes, hasta conseguir que los escépticos la
aplaudieran y, los que no pagaban por oírla cantar, lo hicieran y, tal vez,
llegara a vocalista de la Sonora
Matancera.
Mientras
ocurría, los sábados por la noche, Benita y Fortunato no faltaron a la cita en
la emisora del señor Martínez que tenía fama de tacaño y que, auspiciaba el
concurso de cantantes aficionados Polvo
de Estrellas, no porque le importara la
lírica nacional, sino porque los anunciadores que habían esperado toda una
vida, tenían ahora un programa divertido para ajustarle cuentas a las ventas,
que apenas rendían para cancelar el arriendo y los impuestos.
Nadie
sabía de dónde había sacado el señor Martínez el exótico nombre del programa Polvo de Estrellas que provocaba confusiones en la audiencia, pues mientras algunos lo
atribuían al inspirado esfuerzo de las musas, otros lo relacionaban con la
conducta mundana de las hormonas, afirmación que alcanzó sus palabras mayores
en los albañales. Lo que resultaba, en
cambio, inexplicable, es que un programa radial de cantantes primerizos, que
estaban decididos a no morir inéditos, fuera sólo el habilitado escenario de un
circo, con un inmenso sombrero que caía sobre las cabezas de los turnantes
desafinados, o el maullido de un gato cuando olvidaban las letras. El público
terminaba en una oleada de burlas y luego, extraía la infalible carga de huevos
para premiar su esfuerzo.
Los
concursantes que conocían bien los poderes del sombrero mexicano y el gato
lastimero, no conseguían habituarse a sus vergonzosos veredictos y, sus rostros
quedaban en los huesos, sin una gota de sangre y tan aturdidos, que si lo
superaban, les faltaba el coraje para regresar a sus casas. Fortunato tuvo la
suerte de pasar limpias las pruebas. A Benita le salió el gato dos veces, pero con
la ayuda de unas milagrosas píldoras para la memoria, mejoró los resultados.
El
programa fue un directo a la mandíbula de los eventos radiales y, luego se
supo, que una transmisora de la capital mexicana lo reprodujo, provocando que
las calles se quedaran vacías en las horas que se trasmitía, hasta que la
audición culminaba, trayendo cantantes al mundo con la facilidad que producían
tortillas de maíz. Acá los resultados fueron menos visibles y de sus
participantes no se supo qué camino tomaron. Benita, como lo prometiera, siguió
con la cruz de sus sueños al hombro y cuando parecía a punto de guardar como
viejas fotografías, su voz en una caja, recibió el nombramiento para dirigir el
coro de las reclusas de Santa Águeda.
Fortunato
también tuvo su oportunidad y, con unos vecinos alborotados que tocaban la
trompeta y batían el tambor sin beneficio, organizaron una banda, que no perdió
tiempo en preguntarse si interpretarían para baile, si para jóvenes o para
viejos, o si para emborracharse por culpa de la pena. Lo que decidieron es que
no tocarían música clásica porque no habría dinero que lo recompensara. Y
decidieron también tomar el nombre de Los
Sonámbulos.
Fortunato
era entonces un joven inmortal. Es decir, atravesaba la edad en que se
comparten las cosas pequeñas que son suficientes para ignorar las grandes. La
edad generosa en que primero se aborda el tren y luego preguntamos a dónde se
dirige. Tenía impaciencia de llegar a alguna parte, pero como no sabía a cuál
de todas, acataba sin darse cuenta la vieja doctrina de Mahabharata, según la
cual “el mundo del destino no puede ser desecho y nada en este mundo es el
resultado de nuestros actos”. De manera que se imponía tareas pero no las
buscaba, aunque como hijo de su padre, tenía la remota esperanza de que sus
actos valieran un poco más, que no intentarlo en absoluto.
No
hay que buscar en los anaqueles de una biblioteca, para apreciar que existen
dos clases de músicos: los sensatos e inteligentes que hacen de su trabajo un
culto y, los que aman la música. Los primeros alcanzarán al paraíso, con sus
trajes bien planchados. Los otros, seguirán en la tierra de su inocencia
lastimada, dejando su nota como caramelos gratuitos en el parque, un día
domingo. Fortunato y los suyos, no planeaban su ingreso en la polifónica. Ellos
sólo querían tocar la música, restándole su ímpetu a la fiera que nos habita.
La
pequeña banda no era diferente a un grupo de jóvenes que se mofa del pasto que
sus mayores comen como conejos y, para no parecerse a ellos, se fuman el pasto
y, en vez de sentarse en las sillas lo hacen en el suelo y, mientras sus
congéneres beben leche, ellos consumen alcohol. Lo peor de todo era que
despreciaban el dinero y, no les hubiera importado utilizarlo en limpiarse sus
narices.
Por
ello no les sorprendió que Aquileo Ramos, una de las unidades del elenco,
después de tocarse una parranda en el “Refugio de los Olivares”, que era un
cortijo de reses bravas, guardara su trombón en el estuche y, sin pasarse por
casa a recoger la ropa, les dijera adiós, en compañía de una turista alemana,
que había ingresado en los países suramericanos como en un almacén de
artesanías, tomando lo que le gustaba para llevárselo a su patria.
La
baja de Aquileo fue un rudo golpe para Los
Sonámbulos que sabían lo que vale un trombón,
pero pensaron también que el noble Aquileo, había conquistado dignamente su
derecho a subirse en el palo de una escoba y desaparecer. Alemania no era la
tierra prometida y, no era lo mismo que irse a ver los toros a Madrid o visitar
París. Había por lo tanto que asumir el riesgo y, si lo de la turista alemana
no resultaba, se marcharía con el trombón a algún lugar cálido del
Mediterráneo. Todos estuvieron de acuerdo en que no valía la pena morirse aquí
y, algo más, que menos lo valía sobrevivir a las dificultades del exilio, para
terminar regresándose.
La
deserción del trombonista llevó a Fortunato a su pequeña caja de caudales, para
realizar la operación sencilla de contar los ahorros y entonces, rememoró sus
viajes presurosos a la punta del cerro y el regreso desde la punta del cerro en
la noche incierta, hambriento y rendido por el esfuerzo. Al final en casa,
como un calamar en su tinta, con los pies sobre una silla, un largo vaso de
ginebra en la mano y, la sonrisa triunfal del adolescente que acaba de ingresar
secretamente por la ventana en su hogar. La operación financiera no le llevó a
Fortunato más tiempo del que se gasta encendiendo una vela o, para mayor
precisión, más tiempo del que se gasta activando un fósforo. Abonado el
arriendo de su vivienda, no contaría con más reservas que para comprarse una
barra de chocolate.
No
le sorprendió, porque siempre había sido así. Pero lo ofuscó, en cambio, que
después de meterse hasta el cuello en el negocio de la música, se encontrara
peor que cuando trabajaba menos y dormía más, porque ya no iba al cine, ni se
encontraba con la ralea del bachillerato para ir al Campo de Marte
y, después ingerir cerveza en la tienda, que no se sabía si atravesaba al
ferrocarril o el ferrocarril atravesaba la tienda, aún más, Carolina Vergara,
una joven erguida de paso menudo, flaca y buena bailarina, le dijo no más,
porque en los proyectos de su vida no entraba la farándula y él, ya convertido
en cantante, tendría que subirse en los árboles para escapar de las mujeres y
le haría falta tiempo para gastarse las riquezas que lo aguardaban.
Lo
expresado reveló a Fortunato que ella, realmente ignoraba lo que pretendía
afirmar y, confundía a Hollywood con los cuatro gatos de la tuna nacional y a
él, que no le había faltado al respeto ni con el pensamiento, con la baja
leyenda de que al mundo del espectáculo sólo acceden los sicópatas.
Contando
uno sobre otro lo acumulado, se infundió ánimos, para no terminar como se dice,
a llanto vivo. Decidió como hacen los capitalistas en tiempos difíciles,
convocar a la junta de accionistas para presentar su informe. Hubiera podido ahorrarse
explicaciones y, como hiciera Aquileo Ramos, tomarse a la mano de una rápida
fuga, pero él prefirió invitarlos a una comida criolla y, en la comida les
anunció que ya no iría más con la banda. Que seguiría cantando pero en privado
y, sólo para él, porque llevaba la música en la sangre, pero que allí
terminaban sus campañas.
Fue
bueno mientras duró, parecieron musitar en coro sus amigos, con los rostros
velados por la decepción. No ignoraban que eso ocurría hasta en las mejores
agrupaciones y, después de todo, era mejor que les sucediera antes y no
después. Habían empezado en la calle y alquilado sótanos húmedos para sus
ensayos. Comían de lo mismo en un plato y con las tijeras que cortaban los
cables de sus equipos musicales, arreglaban sus cabelleras. Ya se había ido el
trombonista y ahora el tenor y, mañana volvería a ocurrir y nadie iba a
quedarse de último a apacentar sus recuerdos.
Uno
de los asistentes desapuntó los botones de la camisa y, tomándola en una mano,
fue y le prendió fuego. Sus compañeros creyeron encontrarse frente a una
bandera en llamas de los Estados Unidos, como se acostumbraba en las
agitaciones sociales de los últimos tiempos, pero él llegó más lejos y,
siguiendo el ejemplo de ciertos navegantes escandinavos, se envolvió en la
prenda. Lo que en suma logró fue que le soltaran algunos
bofetones, porque aquí, orate hijoputa, le espetaron, se moría bien lejos de la
mano de Dios y peleándole a la tristeza, pero no por fuego, como los bonzos que
así denunciaban la venalidad de sus gobernantes.
El
fuego resultó después de todo indulgente, pero si hubieran podido entrar en el cerebro
del inconsolable músico, habrían hallado la animada partitura, no sólo de su
incineración sino su deseo de incendiar la casa con todos ellos dentro. Así es la gente talentosa y, él debía serlo
para decidir en un instante, que el mundo sin la música que ellos tocaban era
un moridero sin esperanza, como la pobre Roma sin el incomprendido artista que
la redujera a cenizas. El talentoso desconfía de todo lo que mueve y ama
ostentosamente la gente sin talento y, prefiere mil veces el ostracismo y el
silencio sin recompensa, a su brillo mediocre, repartido como guantes de seda
entre mujeres públicas.
Para
no alargar la parábola, tras la partida de Fortunato, descartaron soluciones
clásicas como suicidarse, pero no renunciaron, en cambio, a desmantelar el
elenco. Ellos podían seguir congregando en sus conciertos las dos primeras
filas de una sala, pero no iban a comportarse como si hubieran agotado todas
las localidades y más aún, como si no supieran detenerse cuando tenían que
hacerlo, cayera quien cayera. Los había unido la calle y, por sus leyes habían
llegado a la amistad. Por otras leyes sujetas al destino, sus caminos se
bifurcaban y, con seguridad, serían más recordados en la otra vida que en ésta.
El
epitafio no era para adjudicárselo al almanaque como una fiesta de guardar,
pero dejaría una lección a esas agrupaciones musicales que soplan sus
instrumentos porque ven soplar a los demás y, se convierten en artistas
incomprendidos y tan mal recompensados, que terminan por acostumbrarse, hasta
que viene la junta de vecinos y los declara personas no gratas.
Por
poco Fortunato aplaza su decisión hasta enero, cuando el país despertaba de
cabeza con el costo de la vida en las nubes, mientras celebraba. Pactaron que
emprenderían la retirada por su propia mano y no de uno en uno, prometiéndose
dubitativamente que algún día regresarían, aunque seguros de que no lo harían.
El
fin del mundo no hubiera demorado tanto, pero ellos, en vez de devolver las
llaves, vaciar los bolsillos en la papelera y darse un adiós, permanecieron
circunspectos, hasta que Napoleón Treviño apagó su cigarrillo con la punta del
zapato y, con el rostro endurecido, alzó su voz para advertirles que no se
atrevieran a dirigirle la palabra en el futuro, ni a mencionar su nombre, ni a
mirarlo si lo veían. Que lo dieran por muerto, como él dejaba en aquel momento
de darlos por vivos.
El
adiós de Escipión el Africano que refieren los libros, fue comparativamente, un
grano de azúcar. Cuentan que Escipión, tras sus grandes victorias militares,
pasó a la reserva en la condición de ciudadano romano y que con esas
desventajas fue sometido a juicio, por culpa de su hermano, acusado de robarle
a Roma, lo que ésta a su vez robara a los demás. Herido por la afrenta, el
bravo soldado abandonó la ciudad de los grandes escándalos, pero no lo hizo
subido en uno de sus recios corceles, sino en la desvencijada carreta de un
campesino, profiriendo entre dientes: “Roma, no me mereces, ni siquiera te dejo
mis cenizas”.
Así
se van los Escipiones de los nuevos tiempos y, así se fueron los muchachos que
alguna vez quisieron ser músicos. Esa tarde, Fortunato creyó ver un águila en
la cornisa de un alto edificio, cosa que tomó por buen augurio. Pero no
teniendo la urgencia de pelear una batalla, pudo escuchar sonoros sus pasos,
entrando en la oficina de correos para recoger su correspondencia. Después, el intenso camino a casa, a través
de calles angostas ocupadas por afanosos viandantes, que no conocían una
indigencia mayor que quedarse en casa y, que aún sin tener nada que hacer,
salían a caminarlas. La
calle era lo máximo, con su ruido incontenible orquestando el progreso. Con
todo ese vendaval de automotores, como búfalos enardecidos, atravesando la
pradera en busca del agua. Era lo máximo, porque la gente que padecía penurias
muy largas, en puntos remotos, podían venirse a tomar sin el permiso de su
dueño, lo que necesitaba.
Como
lo planeara, Fortunato llegó a su vivienda y no teniendo un gato que alimentar,
ni el menor deseo de buscar una escoba para limpiar, fue a sentarse en una
silla que envejecía junto a él, como podía haberlo hecho junto a una doméstica.
Lo que ya no consiguió fue entregarse a leer la correspondencia, porque en el
casillero sólo halló propaganda impresa. Aunque no tuviera a sus padres,
tampoco los echó en falta para actuar como un hijo de familia, que se levanta
tarde y no ordena la cama, porque en cualquier momento regresará a ella para
seguir durmiendo, mientras llega la hora de sentarse a comer.
Había
llevado al sofá una almohada alta que utilizaba en sus tranquilas horas de
descanso y, entonces el suave viento de los recuerdos lo desvió hacia las rutas
plurales del Egeo que siguieran tantas celebridades en su afán de alcanzar a
Alejandría. Y él también, como Solimán, el Divertido de las Indias Occidentales, en su blando lecho de plumas y sedas orientales, cuya reputación daba
la vuelta al mundo como un sueño inalcanzable y algunos tigres bengalíes
dispersos en la cubierta del bajel que, de este modo, recobraban su primitiva
belleza. Recordó con gratitud la sugerencia de su maestro de composición, para
que pusiera su ojo bisoño en Virgilio, que había hallado al mundo en pañales y
lo devolviera leyendo de corrido. Y agregó algo más, que después de leerlo, el
mar era sólo un charco, pero que a su vez, un charco, tras su lectura, se
convertía en mar. Infalible comentario pues él, sin llegar a ser un marinero
siquiera de agua dulce, tendido cuan largo era en su gabarra de felpa y la
espalda apoyada en su almohadón, se encontró a la duermevela en alta mar,
convertido en Dios de su vida.
Pero
el mar no tenía secretos para Florentino Villa que, con mano firme, fue a
golpear su puerta. Fortunato se negó a abrirle porque los pagos se encontraban transitoriamente
suspendidos. Florentino siguió golpeando inútilmente, hasta que cayó en la
cuenta de que ciertas puertas sólo eran vulnerables a la pronunciación de
palabras mágicas, como ésas que abrían las de Sésamo, en los tiempos que ser
ladrón era un acto de justicia y no la actividad lucrativa en que luego se
convirtió, cuando llegaron los políticos a tomar cartas en el asunto.
Entonces
escuchó imperativo: “Fortunato no tengas miedo que soy yo, el banderillero”. La
puerta se abrió. Florentino fue hasta la ventana que daba sobre un bullanguero
patio de loros y, un momento después, el cuarto se llenó de luz. A continuación
buscó en el refrigerador un vaso de leche para su amigo, pero lo que encontró
fueron unas botellas de cerveza.
—No
es cualquier perro muerto el susto que nos has dado, hombre- dijo por fin el
visitante, mientras ocupaba una poltrona, algo confuso de no contar entre sus
amigos, uno que pensara seriamente en llegar a viejo. Unos porque el cerebro no
les ayudaba y otros, porque lo utilizaban al revés, como ocurría con el señor
allí presente y, con él mismo, para no ir muy lejos, que como buen romántico
que era, había dado en ir tras un toro por todas las plazas taurinas de la
nación.
Como
queda escrito, partió tras un toro que lo embrujara cuando a su edad los
muchachos preferían correr tras las jóvenes. SI alguien le hubiera dicho en ese
momento, que su decisión no alcanzaba ni para un mal desayuno, le habría
retirado el saludo, porque él estaba convencido como un cura, de que
convertiría el agua en vino, con la gracia de sus chicuelinas. Tuvo un
buen comienzo y en los pueblos que vieron, sus faenas, salió de la plaza como
los elegidos, por la puerta grande y en camilla, que es como gusta que el
lidiador salga. A él no le importaba jugarse le vida, porque para eso le
pagaban. Pero no era tan sencillo vestirse de valiente cada semana, para resistirle
el cuerno al toro y, pasarse los días siguientes en lecho de dolores, oyendo
hablar bien de los cojones y, los cojones en cuidados intensivos.
Lo
extraño es que conociendo el ácido que a su paso dejaban las cornadas, más
pronto regresaba a proseguir la lucha, desatendiendo la mirada triste de los
parientes que le suplicaban abandonar la loquera de andarse exponiendo al toro
para que lo matara y él no mataba nada, porque los novillos broncos que le
soltaban eran saldos que estaban de paso hacia las tasajeras, donde los
convertían en kilos para su venta al público.
No
es lo mismo la fortaleza de una contienda, que batirse con un astado que
reglamentariamente no admite el estoque, aunque él si puede utilizar los dos
que lleva en la testa. ¿Qué clase de torneo es aquél en que se combate por la
única recompensa de morir?
Mientras
Florentino anduvo en la lidia, convencido de que había nacido para figura y
porque le pagaban, vistió disciplinadamente trajes goyescos y, admitió las
palizas como renovadas medallas de su fe en la fiesta brava. Pero cuando se
bañó en el sudor que nacía de sus pensamientos, el coraje empezó a abandonarlo.
El coraje era hasta entonces, ignorar que un carcamán de ésos podía asesinarlo
y, luego descubrió que por andar en la compañía de Susana Cuellar, había
llegado a la rendición de entregarle una alianza de oro puro.
Aún
le quedaron fuerzas para soñar, en letras mayores, su nombre en el cartel de la
feria de San Isidro y entonces sí, sustituyó la seda por el percal, como lo
aprendiera de su padrino espiritual Rodolfo Gaona, el más ilustre de los
toreros mexicanos. Sólo que al regresar del himeneo, el cartel estaba completo
y, los apoderados andaban muy ocupados, para fijarse en él, que no era Marcial
Lalanda, ni el Espartero, ni Cagancho y, en cambio sí, la viva estampa de Luis
Freg, todo en él indio, bravo y también mexicano, que entrara en la leyenda
después de recibir 69 cornadas y terminar muriéndose de viejo.
Amar
la vida es un canto, pero amarla demasiado es tan peligroso como amar la
riqueza, con la fascinación que provoca un rebaño de elefantes cargados con
doblones de oro. Fue lo que ocurrió a Florentino, con el agravante de que había
dejado atrás una buena suma de años y, había oído que un hombre después de los
treinta años ya no es tan joven, así se afirme que no, que es a los cincuenta
cuando se inicia la verdadera plenitud, palabra cuyo significado sigue siendo
un enigma.
Abandonó la costumbre de
levantarse temprano, para ir al campo en busca del toro, porque el lecho resultaba
ahora más cálido con Susana y, prefería quedarse a su lado, demandando que lo
mezclara con su sangre para que ya nunca pudiera vivir sin él y, si un día
aparecían nubarrones en su camino, actuaran como los muchachos aquellos de
Verona que, acosados por la intolerancia de sus familias, escaparon hacia la
orilla sin retorno.
Cuando
ya no consiguió mantener los pies firmes en la arena y, empezó a verle los ojos
colorados al toro, le confesó a Susana que ya no podría brindarle sus faenas
porque había aparecido el miedo y así, lo único que podía hacer era correr,
como le aconteciera en los tres últimos festejos en que fue despedido con una
salva de botellas y sillas que llovieron desde los palcos. Le dijeron de todo,
obligándolo a salir de la plaza por la puerta secreta, que sólo los que salen
por ella conocen.
Susana
había imaginado ese momento y pensó que le alegraría, pero no fue así, porque
aún tratándose de una decisión justa, reconoció que vivir con un torero era
algo tan excitante como compartir su trono, aunque el trono fuera menor. Era un
poder invisible que arrastraba sus emociones tras el temor que le producía,
verlo transformado en un andrógino, con traje ceñido y mirada ambigua, que
entonces se le parecía a otro tan peligroso como el filo comprimido de una
espada. Si algunas mujeres declaraban estar orgullosas de tener a un piloto por
marido, ella lo estaba de tener a un torero por el suyo y así, hasta que lo
veía sin su chaquetilla, en las pantuflas caseras, con el culo perdido en unos
pantalones grandes, las paletas asomadas a sus hombros magros y la barba azul
de marido complaciente y perezoso, que en un solo día le crecía lo de tres.
Considerando
que apenas se iniciaba la Agremiación Nacional de Toreros, Florentino desistió
de cortarse la coleta, evitando así el trago amargo de hacerlo frente a unos
tendidos exhaustos por la depresión de los últimos cincuenta años, que lo
privara de alcanzar una honrosa alternativa en la madre patria. La agremiación
prometía torcerle el brazo a la escasez de festejos taurinos, pedirle al
gobierno una casa, como mínimo, para cada uno de sus afiliados y, cerrar las
fronteras a matadores extranjeros que venían a llevarse todo y a no enseñar
nada, como si acá no existieran figuras de exportación que, lidiaban toros con
garrocha, anudaban con sus manos el rabo a los mansurrones para avergonzarlos y
hasta realizaban las faenas con dos animales a la vez.
Con
su decisión, lo que Florentino hizo fue seguir en el tren de la fiesta brava,
aunque abandonando su asiento en el coche de las ilusiones, para ocupar uno
secundario en el furgón de cola. Se convirtió en rehiletero, ahorrándose así la
venganza de mandar lo del toro a la mierda y salvar, en cambio, su permanencia
en la agremiación. Quién sabe si andando el tiempo no llegaría a la presidencia
del sindicato. Susana que conocía bien las mieles de vivir con un torero,
sospechó lo que podía esperar de un banderillero y, acometiéndolo con la llama
de sus ojos, le preguntó en qué piedra de moler iba a ocupar ahora su tiempo.
Florentino
que había explorado cuidadosamente todos los detalles de su decisión, le
contestó que seguirían adelante porque el mundo no se acababa y, porque en
honor a la verdad, lo de la lidia del toro sólo le había dejado amarguras, pues
lo que se llamaba un buen contrato, no había tenido el gusto de conocerlo. El arte de Cúchares, como dicen los
entendidos, es lo mismo que encontrarse un sueño y empecinarse en mejorarle los
colores y, el sueño no dice nada, porque conoce bien a los hombres, hasta que
surge como es realmente y, todo lo bonito se desmorona. Debió añadir, que soñar
es un privilegio que cuesta tanto como una verdad sin dolientes, pero que vivir
sin llegar a conocer un sueño, es como no haber vivido.
Susana
se encontró confusa después de escuchar a su esposo y, con la lógica de las
personas que odian las armas de fuego, pero no la carne de la pieza obtenida en
la cacería, le recordó contundente que no conocía una república, donde se
viviera de los sueños. Que se lo pensara bien, para que luego no fuera a
tomarla a ella como rehén de sus pejigueras. Que se lo pensara. Podía ser que
la tauromaquia no estuviera a la altura de una botella de champaña, pero no
había sido ella quien le había pedido que se retirara, aún sabiendo que
cualquier tarde podrían llevárselo muerto a casa.
Florentino
abandonó su hogar preocupado, porque aún sometido al juicio de un letrado, no
podía rehusar a pensárselo mejor, como ella dijera. Lo que aumentaba su
inquietud, sin embargo, no es que Susana tuviera la razón, sino que después de
un momento empezó a no estar seguro de querer retirarse, porque como se lo
revelara a su amigo Fortunato, había observado que las mujeres iban a las
corridas a fijar sus ojos, no en el espectáculo, sino en los toreros y, en cuanto
podían, les hacían llegar unas tarjetas descaradas, ofreciéndose para una
visita confidencial en el hotel. Cuando pensaba en todo eso y en lo que le
esperaba, abolido ya de los carteles, se sentía como el cordero exuberante que
entra por una puerta a la esquila y, sale por la otra, insignificante y
desnudo, como un lechal.
Las
hembras, así fueran ajenas al toreo, eran tal cosa, que los hombres de más
carácter podían renunciar a Dios, pero no a ellas. Entonces por qué razón, en
menos de lo que canta un gallo, había escupido sobre sus capotes y, como si
llevara en un bolsillo el premio de la lotería, fue en busca de Susana para
contárselo, provocando su réplica de que si lo único que tenía era un torero y
lo perdía, ya no le quedaba nada. ¿Por qué? inquirió Florentino y, se quedó
mudo un buen rato, en el arduo trabajo de ordenar el redil de sus palabras.
Antes,
prosiguió, no había mayor diferencia entre un toro y él. Se encontraban en las
maestranzas que celebraban sus fiestas de iglesia, cada uno hacía lo que podía
para matar al otro y, cuando terminaban, si te he visto no me acuerdo. Entraba
y salía de las enfermerías como se entra y se sale de un casino, después de
arrojar el dinero en el pozo de las apuestas. No era la mejor de las vidas,
pero estaba contento y, cuando realizaba las faenas no pensaba en la muerte y
tampoco en el dinero. Lo que es bueno no se piensa, se siente como una
embriaguez, mejor que eso, como un éxtasis.
Puede
decirse que hasta ese momento nada le debía a la vida, pero entonces la vida le
había regalado a Susana y, sin darse cuenta, pasó de morirse por los toros a
morirse por ella, que terminó convirtiéndolo en un frasco de miel y, como el
que anda en la miel sabe lo que le espera, inició en privado un saludable
cambio de tercios.
No
debía contárselo, prosiguió Fortunato, porque ciertas confesiones sólo se hacen
a los tonsurados. Pero iba a autorizarse una dispensa, bajo la gravedad de que
quedara entre los dos. Había prometido escalpelarse la moña, porque ahora le
gustaba más pasárselo en compañía de Susana que con los toros. Los buenos
momentos con ella fueron también el comienzo de los malos en sus corridas y,
nada más saltaba el toro a la arena, al primer revuelo del capote, el coraje
acumulado con esfuerzo, se convertía en el canto de una gallina. De ahí para
adelante quien se divertía era el toro que movía el cuerno como los
practicantes en la escuela de medicina. La plaga de los tendidos que vuelven
fiesta un incendio, era la más beneficiada, porque finalmente había encontrado
a un toro valiente que la hiciera sentir como en el circo romano.
Podía
seguir la crónica el resto del día, exhaló Florentino en su lenta cascada de
recuerdos. Pero aún tuvo reservas para agregar que lo más preocupante era que
despertaba con frecuencia, en las noches y, le parecía que no era él quien
estaba allí, porque él siempre había dormido bien, sin interrupciones, como un
tronco, con el culo apuntándole al cielo y su cabeza bajo la almohada. Ahora
no, ahora daba tumbos y se quedaba observando el rostro sereno, confiado,
infantil de Susana y, apenas podía creer que una muchacha tan sencilla, hubiera
sido capaz de apaciguar sus bríos de mulo, acostumbrado a rendirle cuentas
únicamente a su conciencia.
Le
habría gustado enriquecer su jeremiada, estrellando la copa exhausta contra el
piso y, lo hubiera hecho de no encontrarse en casa ajena. Sobre la pequeña mesa
del comedor, un cenicero había ido recogiendo la basura de los cigarrillos que,
después de agotados, hubieran alcanzado para enviar señales de humo a los
hermanos misioneros que se encuentran en Tailandia. Y también, una botella de
cristalino bebida hasta el fondo, respetando el derecho que tiene todo hombre
de renunciar a su intimidad y, también llorar, como parte de su legítima
defensa.
Fortunato
echó mano de una chaqueta colgada en la silla y, mientras la vestía, exclamó
que no recordaba de qué pluma había salido, que así como el hombre nunca está
satisfecho de su casa, cuando observa que la del vecino es mejor, deja de estar
contento en la suya y empieza a sentir envidia, a envidiar sus mujeres, sus
autos, sus juergas y todo así. El
hombre es tan poco imaginativo, que sería capaz de provocar una guerra mundial
por tener una taza de baño, más grande que el resto de las tazas, en cualquiera
de las razas humanas. Y dijo también que otro poeta de aquellos... y no
prosiguió porque en ese momento tomaron la calle.
Con
un veloz movimiento de ojos, Fortunato identificó el estado del tiempo. Nubes
negras sobre el cerro, cielo igualmente encapotado, nula presencia solar,
temperatura a la baja, amenaza de lluvia. Terminó su informe ante la presencia
de una columna artillada del ejército que, avanzaba presurosa a lo ancho de la
vía, con sus formidables tanques de batalla, tan parecidos a los de plástico
que los niños utilizan en sus recias disputas y que, en medio de ellas,
conducen distraídos a sus bocas o patean negligentes.
Florentino
amenazó con reabrir el debate, pues no había entendido bien el pasaje del
hombre insatisfecho, que si no andaba perdido en su memoria, se parecía mucho a
las desventuras de Epulón, que siendo dueño de rebaños y cosechas pródigas,
prefería no gozar la vida y, como no la gozaba, sus bienes se multiplicaron
hasta que se murió sin llevarse nada y, sin alcanzar tampoco la paz eterna,
porque los ricos pueden comprarlo todo menos el cielo.
Fortunato
pensó con tristeza en su nombre, tan auspicioso y al mismo tiempo tan distante
de toda fortuna. Y convino en que no le importaría empezar a llamarse Epulón,
con su perniciosa carga de dinero y defectos y, aún sabiendo que lo aguardaban
las llamas perpetuas.
El
convoy militar se cerró con un pesado camión gris destinado a la guardia. Fortunato
y Florentino se tocaron con los codos y empezaron a correr para alcanzar el
otro costado de la avenida. La avalancha de los transeúntes avanzó también con
su atolondrado desorden y, con mayor decisión, los descendientes de Atila, al
timón de sus incontrolables vehículos, esforzándose en arrollar al menor número
de personas y reducir sus muertes a lo que el alcalde definiera como justas
proporciones. Después todo fue un gran ruido, para que los dormidos despertaran
y los vivos no se quedaran esperando a que otros fueran por ellos a aumentar el
ruido. Todo parecía conducir a que la vida sin ruido no es vida y, menos en una
ciudad que aspirara al progreso, que pretendiera diferenciarse de esos pueblos
donde a la luz del día los fantasmas salen a pasearse por sus calles.
Fortunato
no sabía cómo explicarle a su amigo, el banderillero, que iba en busca de
Tejinaro Horcacitas, para aproximarle detalles a un negocio que les llevaba ya
una buena cantidad de café hervido, sin punta de acuerdo. No llegó a decirle
nada, porque Florentino lo tomó por el brazo, con redoblado interés,
conduciéndolo al Pajares, que era como se llamaba el restaurante de la
familia Pajares, a cuya cabeza se encontraba el padre de todos ellos que, a su
vez, prestaba su apellido al lugar. El señor Pajares conocía a Florentino,
porque a su negocio llegaban los de la fiesta brava y él era uno de los más
asiduos. Le había fiado y, en honor a la verdad, había salido ileso del riesgo.
El
señor Pajares les sirvió una botella de vino tinto nacional, que no sería tan
delicado como el de importación, pero en cambio, costaba menos y embriagaba
más. Sirvió la botella y sujetando su cintura con las manos, preguntó al
banderillero si el otro caballero le jugaba también al toro y, su respuesta fue
que no, que ahí donde veía a ese chico de rostro aborigen, fácilmente
identificable en los ventorrillos callejeros de cobijas y sacos de lana, era un
tenor incomparable, allí donde valía más un ladrón con levita, una lombriz con
ínfulas de tribuno, o ser hijo de su padre de los que hasta la muerte toman los
autos oficiales por casa. Aquí el Zorzal
del Abasto se hubiera muerto de hambre.
El
señor Pajares se llevó ahora las manos a la cabeza, como diciendo muchachos,
dejad la política a cargo de los pícaros y sobre todo, dejadla afuera, que este
es un lugar honorable. Florentino sospechó que el señor Pajares tenía
dificultades con su cintura y, acaso por ello, la sujetaba con las manos y, al
caminar lo hacía como si el yeso de su cuerpo pudiera quebrarse. En consecuencia,
indagó al modo de quien mientras se afeita canta y, él le contestó, que la
torcedura tenía su origen en la piedra de un lumbago. Una tortura peor que
sentarse con su cara de caballo, frente a un espejo a mirarse por muchas horas.
Lo expresó con la seguridad de un hombre acostumbrado a cumplir su palabra.
Pero
ningún hombre dice siempre la verdad, porque ninguna verdad es como los hombres
creen. El señor Pajares tampoco la expresó, porque a sus años, era mejor dar
buen ejemplo aunque sólo fuera con las palabras, o al menos, no dar el malo,
refiriendo hechos reales como el que había puesto sitio a su espinazo. Lo calló
pero no pudo evitar el remozado aleteo del recuerdo, el día que fuera al
comercio por los comestibles de todas las semanas y que, al final no recogió,
porque a donde había planeado ir, era a la casa de Fermina Carrión, una andaluza
de no creer, que podía ser su hija, pero que había terminado siendo por esas
cosas de la vida, su querida. Era joven pero sabía del mundo más que él. Más
dinero tenía él, más pobreza ella. Él la amaba como si ella fuera de verdad. Y
ella lo amaba de mentiras.
En
la última noche de sus secretas relaciones, el señor Pajares dejó sus ropas en
una silla y fue a colgarse, como se lo pidiera la andaluza, de una cortina. El
juego se llama el salto del tigre y, en su cumplimiento, él debía intentar un
vuelo hasta el lecho donde ella se encontraba en su espléndida desnudez. No era
cosa de realizar un salto bisoño para salir del paso. Debía ser un salto ágil y
preciso, que sólo él podía creerse en sus bandolerías de seductor.
Como
cualquier hombre enamorado, su corazón era joven y podía intentarlo todo,
incluida una acrobacia que parecía reservada a gimnastas experimentados. Descubrir
su parentesco con el mono, mientras se agarraba a las cortinas, provocó el
volantín decisivo en busca de su amada que se quedó esperándolo. Ahí culminó la
velada y empezó el dolor en la espalda del señor Pajares que acabó muy
golpeado.
Ese
era su lumbago y puesto que no convenía contárselo a su esposa, le hubiera
gustado referírselo a ellos, que sin ser amigos probados, tampoco iban a
escandalizarse y, en cambio, sabrían que su vida no era fácil. Le hubiera
gustado, sobre todo, porque a su edad debían aprender lo humano y lo divino,
aunque les asustara lo indescifrable que eran las mujeres. Es más, si lo
apuraban, confesaría que no le importaría salir corriendo en busca de la
andaluza, a pesar de su delicado estado de salud. Al final no soltó palabra,
porque si las paredes no tenían oídos, su señora no sólo oía sino que en las
refriegas, había aprendido a leer los labios y lo hacía como en ese momento, a
escondidas.
Lo
que podían hacer, murmuró el banderillero hacia la media noche, después de
echar a pique un buen número del Rioja nacional, era no exponerse, no servirse
como fruta fresca a los puercos ladrones que, a aquellas horas, limpiaban las
calles y mataban a la gente para quedarse con lo que llevaban. Lo que debían
hacer, repitió, era solicitarle al señor Pajares un hacha de picar carne y,
entonces, no habría problema, porque uno de los dos tomaría al asaltante por el
cuello y el otro le caería con el hierro. Así ocurrió, aunque los maleantes
tuvieron suerte de no tomarlos por caza menor.
Como
también lo acordaran, fueron a pasar el resto de la noche en casa de
Florentino, cuidando sus movimientos y hablando por señas para no despertar a
Susana, ante lo cual él mismo debió preparar el lecho de su invitado en el sofá
y buscar sábanas limpias.
De
regreso a su apartamento en la mañana, empezó a llover y a Fortunato le agradó
porque así podría acostarse a dormir el resto del día, acompañado por el fino
tejido del agua cayendo en el tejado. Tal vez una taza de café entre un sueño y
el siguiente. Café y toda esa grandiosa orquesta de agua viva que suena igual
en todas partes y en todas las edades.
A
tanta conmovedora carga de bienestar, se sumó un sobre de correos, con su
nombre escrito en letras de molde. Descartó un mensaje enamorado porque no lo
esperaba y, Etelvina no escribía y tampoco lo amaba para intentarlo. Él sí, en
los tiempos difíciles en que las hijas iban a los bailes acompañadas por sus
madres, él fue de los pocos que lo aceptó y, no le importó danzar con una y
otra. Para que luego, Etelvina afirmara lo contrario, que no la merecía y que
siempre no, porque luego no sabría qué hacer con un cantante en su vida.
Descartó,
pues, el lado sentimental de la carta y pensó en algún contrato para llevarlo a
cantar o para no llevarlo, porque a veces ocurría que cuando ya salía de la
casa, aparecía presuroso el telegrafista a informar que malas nuevas, porque el
barco se había hundido y la fiesta quedaba aplazada.
Desde
la ventana de su alcoba observó a un gorrión tomado al cable del alumbrado
público, sabio e inmóvil en medio de la lluvia, con su cuello hundido en el
plumaje, tan pequeño que despertaba el deseo de buscar una escalera para subir
a protegerlo. Estimulado por la fortaleza del solitario gorrión, buscó su
propio nido, sujetando el sobre entre los labios mientas se desnudaba. Después
se introdujo en la cama, apoyando la espalda en sus habituales almohadones. Burlando
la tradicional costumbre de llevarse los secretos a la otra vida, Fortunato
enderezó la hoja de papel frente a sus ojos.
Acostarse
con una mala noticia es como hacerlo en vivo con una pesadilla, pero acostarse
con el Ministerio de la Guerra, supera lo uno y lo otro. Por más que el
ministro de la guerra escriba en buen castellano, que la patria es un pan que
se reparte entre sus hijos, el ciudadano no va a quedarse a esperar que le
lleven su tajada y más bien, por fuerza de la costumbre, pone sus pies en polvorosa.
Fortunato leyó nuevamente el papel y halló la coma donde la había encontrado. Cada
palabra, firma y sello en su lugar. Entonces probó a descifrar en qué se había
equivocado y, como se preguntan inútilmente casi todos los enfermos, por qué
él.
El
Ministerio pareció replicarle y, por qué no tú, indeseable, que has echado tus
orines calientes sobre la tierra que te vio nacer, perseguido a sus mujeres y
eludido los impuestos por llevar vida de artista, como si el país fuera tu
garito y encima, debiera agradecértelo.
Fortunato
no se dio por enterado, porque nadie iba a introducir en su cabeza que debía
algo a cuenta de no recibir nada. No esperaba que el gobierno le enviara un
camión lleno de papel moneda, porque ni enviado llegaría y, lo único que deseaba
era que lo ignoraran, que lo contaran entre los olvidados, que lo creyeran
muerto. No era mucho pedir, pero allá habían decidido que mientras le quedara
una gota de sangre, no tendría paz ni reposo.
Él
había tratado de solucionarlo escondiéndose bajo la primera mesa que halló,
hasta la fecha en que debió presentarse ante el capitán, en vez de hacerlo en
la pesebrera, para tomar un caballo que lo llevara tan lejos como la selva,
para que fueran a buscarlo allí. Compareció en la capitanía dos días más tarde,
sabiendo que no tendría ninguna oportunidad. Lo hizo para que su situación no
terminara ahí. Lo hizo para que empeorara todo lo que fuera posible, después de
que lo escucharan.
Le
resultó imposible convencer a la junta de reclutamiento de que no lo alistaran.
Presentó un documento extraño donde alegaba tener a su cargo la manutención de
padre y madre. Tampoco fue tenido en cuenta, tal vez porque hasta una persona
distraída, con apenas mirarle la cara hubiera concluido que no era la clase de
hombre capaz de responder siquiera por su supervivencia.
De ahí para adelante su
voluntad ya no fue la misma. Y si no intentó siquiera una acción desesperada
antes que alistarse, fue porque se negó a discutir que amaba mucho la vida para
correr a buscar la muerte.
La nueva novela de Héctor Sánchez
Por Carlos Orlando Pardo
El robo de la cañonera es de esos extraños pero deliciosos libros que nos
recuerdan y confirman cómo la literatura tiene su ropaje esencial en el
lenguaje. Pero no se trata aquí de la fórmula simple, sino de hacernos sentir,
que es lo que logra Héctor Sánchez con su novela, la magia asombrosa ya
olvidada de un impecable y sobre todo sugerente manejo del idioma, por supuesto
relatando historias con párrafos llenos de sabiduría y humor, el par de zapatos
con que viste su narrativa. Lo que en el fondo es una anécdota sencilla pero no
común en nuestra literatura actual, llena de sicarios, se convierte de inocente
capilla de aldea en una catedral. Creo que el poder de este libro radica en el
sortilegio imaginativo de la historia y la lengua, recordándonos lo que ocurría
con los grandes escritores clásicos, de cómo con las palabras puede levantarse
todo un universo y de cada detalle insignificante cumplir con el embrujo de
transformarlo en trascendente. Aquí se rebela otra vez el reconocido escritor
como un auténtico maestro, producto de un calculado oficio a lo largo de no
despreciables 45 años en la a veces inútil pasión por la literatura. Si
cansados de la ordinariez de la expresión y la pobreza de las frases se
encuentra fatigado el lector de hoy en día bajo el fragor incontenible de la
mediocridad, tiene aquí, sin duda, la ocasión feliz de ingresar a otro mundo,
gracias al hechizo maravilloso alcanzado por Sánchez en una novela singular.
Pero no es sólo este sortilegio el que nos hipnotiza gratamente, sino también
la desbordada fantasía para reflejarnos un mundo usualmente desconocido e
ignorado, por lo remoto, bajo el lente de aumento de su mirada audaz. Aquella
inesperada excursión de Fortunato Lezna, el protagonista, por el río Amazonas y
lo inhóspito de la selva que lo rodea, convierte al libro en una historia de
aventuras vivida desde una cañonera con división a bordo, donde la soldadesca
está “atrapada en un río que simulaba avanzar incontenible pero que había
aprendido sabiamente a no llegar a parte alguna”. Fortunato Lezna todo lo que
quería al comienzo era obtener su libreta militar, viéndose de la noche a la
mañana en un viaje sin regreso. Es un aficionado al toreo y un cantante frustrado
que ahora encarna a un recluta pagando su servicio obligatorio en aquella
embarcación patrullera que cuida con celo espantar a los contrabandistas y
bandidos violando las leyes en los lugares fronterizos de la nación. No por
ello, evitar la rutina de desembarcar en pequeños puertos que no son más que
caseríos adonde llegan con ansia en busca de su pista de baile, mujeres y
alcohol, único consuelo refulgente para sus crepitantes soledades. Fortunato
Lezna es un hombre con vocación a encarnar la exacta medida del judío errante
que arrastra por la vida la miseria de sus fracasos, inclusive como fotógrafo
aficionado posando de profesional para seducir a una muchacha recién asomada al
mundo de las ilusiones. Ha sido amado por muchas mujeres que lo esperan de manera
inútil en un regreso que nunca se cumple porque le gusta ser un fugitivo, sobre
todo cuando respira tranquilidad y lo cómodo de un hogar termina aburriéndolo
porque le quita el aire añorado de las aventuras. Minero con alguna suerte,
oficio que termina dejándole disfrazado en un relicario el botín de las pepitas
de oro que va desgranando para sobrevivir y no le falte ni el cuarto de
hotelucho en caseríos perdidos ni para su infaltable sed por el alcohol. De
aquel barco artillado de la marina que es robado por su tripulación para
habitarlo luego como una cuadrilla de maleantes cometiendo fechorías, las que
antes combatieron, disfrazándose de revolucionarios dementes que quieren tomar
el poder, quedan las acciones que habitan buena parte de la novela, llena de
metáforas donde la sapiencia respira a sus anchas, la ironía y la parodia se
mueve con propiedad y el humor no deja de asomar sus narices.
Si bien
puede ser el escenario de Pantaleón y las
visitadoras de Mario Vargas Llosa o el de William Ospina con su trilogía
novelesca bajo épocas distintas y situaciones diferentes, también lo es que
aquí no arriba a lo trascendente ni histórico de estos autores tan
significativos, sino a lo anodino de lo en apariencia trivial, como lo es
conjeturar y pintar ese mundo de aquellos hombres que van y vienen sin que
nadie se ocupe de sus vidas nunca, salvo por los resultados espectaculares si
se decomisa un legendario contrabando, se apresan capos o jefes guerrilleros,
se comete un crimen digno de la prensa amarilla y de la otra. La literatura y
en particular la novela tiene el encanto, como lo hace el cine, de poner en
primer plano existencias insustanciales que jamás llaman la atención, para
convertirlos en estrellas de una historia donde no son los héroes los que brillan
sino los antihéroes sometidos por el destino y la pobreza misma a no hacer lo
que quieren sino lo que les toca en el horóscopo que sólo traduce el anuncio de
sus tribulaciones. Los ricos detalles cada vez crecientes que van relatándose
en la novela siempre tan vertiginosos como el río, nos asaltan con sus
sorpresas hasta dejarnos como testigos indefensos pero nunca agotados en la
última página. Ya serán los especialistas los que subrayen tantas ocurrencias
significativas, pero acá, en el estrecho margen de una reseña, sólo resta decir
que es una gran novela que vale la pena leer si queremos tropezarnos con algo
diferente y de nuevo, en medio de tanta hojarasca que hoy se publica para
descrestar incautos, saborear la buena literatura y esta vez, en virtud a la
pluma maestra del respetable y siempre admirado novelista tolimense Héctor
Sánchez. Buen comienzo de la nueva colección y la nueva época que empieza Pijao
Editores al cumplir 40 años y alcanzar 350 títulos, 500 mil ejemplares y
encarnar desde la provincia para Colombia una tarea útil e incansable.
El regreso triunfal de Héctor Sánchez
Tras
nueve años de vivir en México y doce en Barcelona, el retorno a su tierra del
triunfante novelista tolimense Héctor Sánchez Vásquez se cumplió hace algún
tiempo. No vive en Ibagué sino en su casa, un lugar amplio y apacible con
mecedora en el balcón para sus tardes de lectura y una selecta biblioteca con
los autores de su predilección. Al frente de sus ojos un parque poblado de
farolas y a lo lejos un paisaje de montañas. Cocina él mismo con la pasión de
un chef y a veces cuando ha terminado su jornada concentrado en la escritura
incansable de sus libros, invita a sus amigas y escritores a compartir una
cena, una copa de buen vino, un tequila al estilo azteca o un escocés a las
rocas condimentado con su conversación exquisita.
Desde
hace 45 años empezó su carrera literaria sin tregua alguna y sin ocupar nunca
ningún puesto diferente al de su escritorio, ha sobrevivido con decoro
dedicando su vida a la cultura. Escribe ocasionalmente notas para revistas
extranjeras, ofrece conferencias en universidades, canta en las noches de
bohemia acompañándose de su guitarra y viaja cuando le pica el deseo de volver
a ser un trashumante. Figura entre los escritores más significativos de América
Latina de la generación que sucedió al boom encabezado por Gabriel García
Márquez y sus libros aparecen rodeados de expectativa en las más sobresalientes
editoriales de México y España, Chile y Argentina, sin descontar las de
Colombia. Ahora, desde febrero, Pijao Editores inicia una nueva colección al
conmemorar sus primeros cuarenta años con su novela El robo de la cañonera, un
libro de aventuras que sucede en el Amazonas. Héctor Sánchez tiene en su
recorrido no pocas notables distinciones. Ganó el Premio Nacional Esso con su
novela Las causas supremas que fuera
llevada a versión de telenovela bajo el título de El Faraón y fue finalista en
el prestigioso Premio Rómulo Gallegos que conquistara William Ospina, una
especie de Nobel para América Latina. Está incluido en importantes antologías
de cuento, uno de ellos rodado en película y su obra es objeto de estudios
académicos en universidades, apareciendo con honores tipográficos en Manuales
de historia de la literatura y hasta en un libro dedicado a su vida y a su
obra. Para la próxima Feria Internacional del Libro en Bogotá, antes de partir
a la de Guadalajara en noviembre como invitado especial, también saldrá
reeditada su novela Entre ruinas, en la selecta colección azul de Caza de
Libros, cuya primera salida estuvo patrocinada por Carlos Barral, en la
editorial Argos Vergara de Barcelona. Como si fuera poco, para la primavera, El
robo de la cañonera se lanzará con su presencia en Madrid, Barcelona, Lisboa y
Paris, no sin haberla presentado en las más importantes capitales colombianas,
promovido por su editorial.
Lejanos
parecen los años en que se fue a México dirigiendo el grupo de teatro de la
Universidad la Gran Colombia y decidió unas horas, antes del regreso, romper su
tiquete. Quedó al amparo del poeta Álvaro Mutis, quien lo llevó a las
editoriales a servir como lector, lo contrató para la MGM en el doblaje de
películas y lo estimuló junto a García Márquez para que escribiera sus novelas
adivinándole el talento. Fue en un coctel con ellos que conoció a María
Antonia, una mujer mayor a quienes los maestros le aconsejaron no fijarse en
ella, pero como un niño al que le prohíben una golosina, terminó atrapado entre
sus fauces. Había sido la mujer del hoy presidente de Cuba y en su casa, que era
antes la de Pablo Neruda, se escondieron las armas que llevarían en el barco
Granma para iniciar la revolución cubana que derrotaría la dictadura de
Batista. Se enamoraron y de esas pasiones tormentosas salió la novela Mis
noches en casa de María Antonia, publicada por Pijao Editores. El famoso pintor
tolimense Darío Ortiz había escuchado con anterioridad la anécdota y le dijo
que si la escribía le regalaba un cuadro para que comprara una casa. Y así fue.
Es la que actualmente goza junto a una secreta colección de libros firmados con
otro nombre distinto al suyo y que publicaba el Fondo de Cultura Económico de
México sobre temas, por ejemplo, como las enfermedades mentales allí. Conoce a
profundidad El Quijote y ofrece charlas apasionantes sobre el libro. Amigas
suyas como Walkiria, la consagrada compositora e intérprete a quien él adora,
le dedica conciertos privados en su casa junto a sus amigos como William Ospina
o Benhur Sánchez, y prepara cenas exquisitas. Como la que hará en febrero, tras
sus giras, para celebrarle el comienzo de una renovación vigorosa en su tarea
literaria. Y brindar por la revista Pijao que sale dedicada a su vida y a su
obra.
Los 40 años de Pijao
Una
fiesta con 350 títulos y 500 mil ejemplares
El próximo 21 de febrero inicia la celebración de la
que ha sido considerada como la mejor editorial de provincia del país
En 1972,
dos jóvenes escritores tolimenses que habían figurado en varios concursos
nacionales de cuento vendieron su escaso salario de maestros de escuela para
publicar Las primeras palabras, un
libro conjunto en el que reunieron ocho textos premiados y que se convertiría,
casi sin saberlo, en el volumen número uno de Pijao Editores. 40 años, 350
títulos y 500 mil ejemplares después, la empresa fundada por los hermanos Carlos
Orlando y Jorge Eliécer Pardo ha sobrepasado las fronteras de Ibagué para
instalarse en las bibliotecas más importantes del país y de América Latina.
“Le
apostamos a los que por entonces eran nuevos y desconocidos autores y
terminamos siendo la casa de los que hoy son considerados íconos de la
literatura nacional como Germán Vargas, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Manuel
Zapata Olivella, Fernando Soto Aparicio, Germán Santamaría, Héctor Sánchez y
David Sánchez Juliao, entre otras tantas decenas de escritores colombianos”,
afirma Carlos Orlando Pardo quien durante estas cuatro décadas pasó de publicar
pequeños libros en papel periódico a obras enciclopédicas de gran formato y a
libros electrónicos que hoy son puntos de referencia obligado en la historia cultural
del país.
Reconocida
por el Congreso Nacional y por la Cámara Colombiana de la Industria Editorial
como la editorial de provincia más importante del país, Pijao Editores ha
desarrollado una trabajo de investigación, rescate y difusión de los valores
culturales no sólo del Tolima sino de Colombia. Congresos nacionales que
marcaron a toda una generación, encuentros, seminarios, revistas y suplementos
literarios han sido el pan nuestro de cada día de los hermanos Pardo que han
creado no sólo una editorial sino una titánica empresa cultural.
En los
últimos cuatro años la editorial ha confirmado su protagonismo en el concierto
nacional e internacional. “En el año 2008, en un hecho sin precedentes,
lanzamos de un solo golpe 50 novelas de autores colombianos en una bella
colección que se convirtió en el hecho más importante de la Feria del Libro de
ese año y en el 2010 apareció Tolima Total la primera gran enciclopedia
multimedia que reúne años de investigación sobre el departamento”, señala
Carlos Orlando quien personalmente ha dirigido buena parte de las
investigaciones que hoy son patrimonio cultural y memoria histórica de la
región.
El próximo 21 de febrero, en el Centro de
convenciones Alfonso López Pumarejo de Ibagué, a la seis y treinta de la tarde,
Pijao Editores inicia la celebración de sus primeros cuarenta años con el
lanzamiento de tres nuevos títulos: El
robo de la cañonera del consagrado novelista Héctor Sánchez Vásquez y Verónica Resucitada y Los adelantados de Carlos Orlando Pardo.
Escritores
y gestores culturales de todo el país, miembros del gobierno nacional, regional
y local, se reunirán en Ibagué para rendir un justo homenaje no sólo a una
editorial sino al esfuerzo de los hermanos Pardo que hicieron de su primer
libro de cuentos, el sueño de cientos de escritores colombianos y de una
empresa, una de las quijotadas más memorables de la cultura nacional.
Días
claves en la historia de Pijao
1972.
Pijao Editores aparece en el mundo cultural con el libro Las primeras palabras de los escritores Carlos Orlando y Jorge
Eliécer Pardo.
1976.
Aparece la antología La violencia diez
veces contada de Germán Vargas Cantillo que se convierte rápidamente en un
hito de la literatura nacional y referente obligado en años posteriores.
1980.
Pijao Editores convierte a Ibagué en el centro de la cultura nacional al
organizar el Primer Encuentro Nacional por la literatura que reunió a más de
300 escritores, directores de revistas y suplementos literarios durante tres
días, evento que daría origen a la Unión Nacional de Escritores.
1984.
Aparece la antología El Tolima cuenta,
que reunió a todos los escritores representativos para entonces del
departamento. Su lanzamiento, presidido por Otto Morales Benitez y Manuel
Zapata Olivella y realizado en la Universidad Javeriana ocupó los titulares de
la prensa nacional.
1986. La
biblioteca de autores tolimenses, como llamó Pijao Editores a su colección,
lanza 12 libros de nuevos autores del departamento en un acto masivo en Ibagué.
1990. En
el marco de la III Feria Internacional del Libro, Pijao Editores lanza 15
títulos de su colección, convirtiéndose desde entonces en la editorial de
provincia de más prestigio en el país.
1991.
Pijao Editores organiza el Congreso Internacional de norteamericanos
colombianistas con la asistencia de cuarenta críticos de Estados Unidos.
1995.
Aparece el primer libro enciclopédico de Pijao: Protagonistas del Tolima Siglo XX, que es hasta el día de hoy, el
libro más requerido por los tolimenses en la Biblioteca del Banco de la
República de Ibagué, con más de 100 mil consultas.
2002.
Pijao lanza la Enciclopedia Cultural del
Tolima, cinco tomos de gran formato en donde se incluyen los libros Músicos del Tolima siglo XX, Novelistas del
Tolima siglo XX, Cuentistas del Tolima siglo XX, Poetas del Tolima siglo XX y
Diccionario de autores tolimenses.
2007.
Pijao lanza el Manual de Historia del
Tolima, tres tomos y 1.500 páginas escritos por los historiadores más
importantes del departamento.
2008.
Pijao Editores se atreve a lanzar en un solo acto la colección 50 novelas colombianas y una pintada, 51
mil libros de los novelistas colombianos más importantes del siglo, en un
evento que fue catalogado por la prensa nacional e internacional como el más
importante de la Feria Internacional del libro de ese año.
2010.
Pijao Editores entra en la era del libro electrónico publicando Tolima Total,
Enciclopedia Multimedia.
2012.
Cumple 40 años, 350 títulos publicados, 500 mil ejemplares e inicia una nueva
colección con novedosos formato.
Los
escritores e intelectuales
dicen de Pijao
dicen de Pijao
Felicidades, Carlos O, ya no necesitas
monumento en tierra caliente: tus libros ya lo son. Espero que el mío sirva
para apuntalarlo.
Escritor Marco Tulio Aguilera Garramuño
desde México.
Bueno, yo también contribuí con un título.
Es el momento de agradecer y de decirles que merecen el aplauso de los 470
autores y un viaje a la isla de la fantasía, sobre 500 mil libros volando.
Escritor Carlos Bastidas Padilla, desde
Nariño.
Felicidades mi amigo Carlos Orlando Pardo, qué
diera por poder estar presente en tu bella caminata literaria. Reservo mi
colección y te envío un fuerte abrazo desde Miami. Escritora Alba Miryam
Sánchez Cuadra, desde Miami.
Me enorgullece estar en la lista de
escritores editados por Pijao Editores. Felicitaciones.
Escritor Antonio Mora Vélez, desde
Montería.
Toda una vida de dedicación, perseverancia
y tenacidad, felicidades y que sean muchos 40. A mi amigo del Alma y de siempre
Carlos Orlando Pardo, un abrazo, congratulaciones porque es el resultado de
trabajo esfuerzo y AMOR !!! éxitos en estos próximos 40!s" FELICIDADES !!!
Marlene Gil, de Pereira.
Mi siempre recordado Carlos O: "Parece
que fue ayer", cuando tú y Jorge Eliécer empezaban esa tarea de titanes.
Gracias a Dios y a ustedes la cultura Tolimense trasciende fronteras. Es
realmente hermoso que el dulce sabor del recuerdo Es realmente hermoso que el
dulce sabor del recuerdo pueda paladearse en la feliz realidad del presente en
donde cada obra es una medalla al tesón y al amor infinito por el arte. Desde
Paisalandia van mi abrazo con todo el afecto y admiración de siempre.
Luz Marina Henao, desde Medellín.
La distancia me impide estar allí
físicamente. Pero igual, va mi felicitación. 40 años de sueños realizados!
Periodista Yesid Montes, desde Bogotá.
!!!Felicitaciones a mi gran Amigo y
Escritor!!! Mereces muchos reconocimientos por tu aporte, lealtad y dedicación
toda tu vida a las Letras. Ese Gran día, estaré de corazón contigo.
Esperanza Barreto, desde Santa Marta.
Felicitaciones. Lamento no poder estar en
la presentación, pero ya llegaré para celebrar. Salud!
Escritor Oscar Perdomo Gamboa, desde Cali.
Carlos O, como siempre el quijote de las
letras del Tolima, sigue adelante. Esperamos estar allí celebrando esta nueva
conquista.
Dirigente cultural Carlos Gálvez Santa,
desde El Líbano.
La calidad nunca es un accidente, es el
resultado de un esfuerzo de la inteligencia. Mina Vargas, Universidad del
Tolima.
Hola Carlos Orlando. Gracias por continuar
haciéndole ese regalo a la literatura colombiana. Estaré atento para darle un
buen despliegue en mi revista El Transeúnte.
Poeta Carlos Sierra Mejía, desde Medellín.
Querido
Carlos Orlando: Quiero felicitarte de corazón porque el proyecto que un día
soñaste es una realidad. En un país en donde la cultura es clandestina y
subterránea, tu trabajo es suficiente para poder estar en una azotea mirando el
futuro con los ojos de tantos escritores que nos regalan el mapa de todos los
dolores y alegrías de nuestras gentes... de nuestra condición humana.
Felicitaciones para tí y para todos los amigos, los conocidos personalmente y a
quienes conozco en la soledad de una biblioteca... Aunque no soy escritor sino
historiador que medio escribe sí soy capaz de ser solidario con la fuerza que
hay en tanta estética. Abrazos a los amigos y en casa.
Historiador Hermes Tovar Pinzón, de Bogotá
Apreciado
Carlos Orlando: ¡Qué gran noticia esta!, un magnífico esfuerzo que se
constituye en ejemplo para todos los escritores y los departamentos. Sólo con
acciones de esta naturaleza se logrará convivir con el monopolio de las grandes
editoriales.
Un abrazo, poeta Esperanza Jaramillo, desde Armenia
Un abrazo, poeta Esperanza Jaramillo, desde Armenia
Estimados
Carlos Orlando y Jorge Eliécer: Desde que despuntaba la década del 80 y tuve la
oportunidad de conocerlos en el Encuentro de Escritores de Ibagué, pude
calibrar la feroz capacidad de iniciativa que tenían, no obstante lo jóvenes.
Ahora, con los 40 años de Pijao Editores y toda la carga maravillosa de sus
publicaciones trascendentes, establecen un récord cultural que es casi
imposible de desbancar. Creo que ni el Estado sería capaz. Van mis abrazos y
mis felicitaciones, a los cuales se unen, entusiastas, los compañeros de El
Túnel. Cordial saludo.
Novelista
José Luis Garcés González. Montería.
"Carlos, mi estimado amigo en
Colombia, te saludo desde un suburbio de Buenos Aires, con mi deseo de un muy
feliz cumpleaños de Pijao Editores, rodeado de afectos y con el arte siempre
presente en tu vida."
Escritor Mario Capasso desde
Argentina.
"Carlos Orlando te deseo que
tengas un día muy feliz en compañía de los tuyos, que cada año que transcurra
en tu existencia sea un motivo de celebración por los logros en tu vida como
este trascendente de Pijao! Ya cuentas en tu cosecha el haber transformado las
paginas de la historia de la cultura tolimense logrando con la Editorial PIJAO
y tu trayectoria, masificarla e irradiarla de IBAGUE a la provincia y del
TOLIMA a todo el país. Abrazos !"
Poeta Norma Constanza Rivera, desde
Bogotá
"felicitaciones,
Carlos Orlando, porque para quienes hemos gozado el trabajo intenso de la
editorial y el tuyo como activista cultural incansable, es siempre un orgullo
contar entre las filas sobresalientes de los escritores a uno como tú.
un abrazo
Escritor
Umberto Valverde desde Cali.
"Feliz
día para las letras y para ti, Carlos Orlando, que los cumplas feliz.
Abrazos, y
Dios te siga bendiciendo."
Escritor
Orlando Mora, desde Medellín.
Doctor Carlos
Orlando:
Recibimos
complacidos la invitación al lanzamiento Pijao, a realizarse el próximo
martes 21 de febrero en la ciudad de Ibagué.
Permítanos
presentarle un cordial y efusivo saludo de felicitación. La Subgerencia de
Televisión le desea muchos éxitos, esperando que continuemos trabajando
conjunta y armónicamente en la búsqueda del cumplimiento de los fines y
principios del servicio de la radio y la Televisión Pública en el País.
Director RCTV,
antigua Inravisión.
Apreciado Carlos
Orlando: Recibo gustoso la invitación para asistir a tan importante evento
editorial. Infortunadamente mis compromisos académicos con la Universidad del
Rosario me lo impiden. Sea este mensaje la oportunidad para desearles una
celebración alborozada, Pijao Editores se lo merece, pues tengo el
convencimiento de los esfuerzos que significa en nuestro medio el logro de
divulgar la cultura y la libertad de pensamiento. Ténganme como sus sinceros
admiradores. Muy cordialmente.
Cesáreo Rocha
Ochoa
Gracias por la
participación al evento que ratifica la lúcida tarea editorial realizada por
Pijao. La distancia y el tiempo impiden mi presencia pero acompaño la
celebración con solidaridad intelectual
Escritor Francisco
Sánchez Jiménez, de Bogotá
Qué fecha tan
importante. Es, además, un reconocimiento a tu vida, a tu trasegar fructífero,
un aporte a la hispanidad a la cultura. Me encantaría poder asistir, te
acompañaré espiritualmente. Me
enorgullece tu amistad. Te deseo la mejor de las suertes y muchos más años de
trabajo creativo exitoso. Espero algún
día publicar un libro contigo, ya casi está listo. Un abrazo.
Poeta Esperanza Jaramillo, desde Armenia.
Qué bien maestro¡ Primero en Bogotá durante tantos años en mi oficio de
profesor universitario y de aprendiz de crítico, pude no sólo acompañarlos en
sus nutridos y gratos actos de lanzamiento, sino ahora espiritualmente desde la
distancia de mi retiro frente al mar.
Poeta y crítico Otto Ricardo.
A pesar de mi estadía durante tantos años en París, desde aquí hemos
seguido las huellas y aceptado gustosos los ecos y los libros de Pijao
Editores. Esperamos verte por aquí, como en algunas ocasiones, porque estamos
listos junto a otros escritores representativos, para el lanzamiento de la
nueva colección en la próxima primavera. Felicitaciones, te acompaño
espiritualmente y espero con ansia leer los libros. Abrazos grandotes.
Poeta y pintora Doris Ospina, desde París.
Una celebración sobradamente justificada, nuestros mejores deseos ...
Leo Cabrera, secretario academia de historia, Neiva.
Apreciado Carlos Orlando,
Gracias por la invitación. Un abrazo solidario y justo reconocimiento a
una quijotada juvenil mantenida con esfuerzo y dedicación, por tantos años que
parecen inverosímiles, para el bien de nuestra cultura. Cordial saludo,
Cesar Valencia Solanilla, desde U Tecnológica de Pereira.
Buenas noches Carlos Orlando
Cordial Saludo
Le agradezco la invitación que me hace al lanzamiento del trabajo
intelectual que en compañía de su hermano Jorge Eliécer van a realizar en la
ciudad de Ibagué. Los felicito, porque representa el esfuerzo y la dedicación
por muchos años, en el rescate de la cultura del Tolima. Pero por motivos
académicos con anterioridad, en esa fecha, no puedo estar presente en este
acto. Éxitos
Jorge Salguero Cubides
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