

Trashumantes de la guerra perdida:
recuperar la
vida para que las criaturas bajen mansamente a la tierra del recuerdo
Luis
Carlos Muñoz Sarmiento
Sonjusha,
sientes amargura por mi larga prisión, y preguntas:
‘¿Cómo es que
algunos hombres pueden decidir el destino de otros?’
Toda la
historia de la civilización está basada en decisiones sobre la vida que otros
hombres deben seguir,
y tiene sus
raíces en las condiciones materiales de la vida. Sólo un nuevo y doloroso
desarrollo puede traer
el cambio. Te
preguntas: ‘¿Para qué todo esto?’ ¿Para qué? No se puede cuestionar la vida en
todas sus formas. Realmente no sé por qué hay pájaros en el mundo, pero su
existencia es una alegría y es un dulce
consuelo oír
su canto a poca distancia del muro. Sonitshka, quédate tranquila y no te
preocupes por mí.
Ya verás que
todo saldrá bien.
ROSA LUXEMBURG, 1986, de MARGARETHE VON TROTTA
Un país que
inevitablemente terminaría convirtiéndose en paracolandia, porque su clase
dirigente secuestró la democracia y se negó a evolucionar, sobornada y
chantajeada por los poderes económicos,
aculillada
ante la perspectiva de ver disminuidos sus privilegios.
RAFAEL BAENA
Estamos aquí
para desaprender las enseñanzas de la iglesia, del estado y de nuestro sistema
educativo. Estamos aquí para tomar cerveza. Estamos aquí para matar la guerra.
Estamos aquí para reírnos del destino y vivir tan bien nuestra vida, que la
muerte tiemble al recibirnos.
CHARLES BUKOWSKI
Al contrario de los viajeros que no encuentran
un lugar ni hallan lo que buscan en él, por eso siguen siendo viajeros, los
trashumantes quieren encontrar ese lugar para dejar atrás la trashumancia. Ese
sería el derrotero de los personajes que habitan la ficción narrativa de Trashumancia, de Jorge Eliécer Pardo,
tercer volumen de El quinteto de la
frágil memoria, y que aunque no los persiguen, “huyen de la guerra y sus
horrores”. A ellos alguien les dijo que “venía de un lugar donde […] existía un
agujero, en el cielo cerúleo, que irradiaba felicidad”, a propósito, leitmotiv de la obra y, en efecto, el
objetivo central de sus vidas pues así no hayan creído lo de la felicidad,
“buscarían ese sitio para dejar la trashumancia” (p. 17). La presentación de
una historia no oficial, sin velos en la memoria, que le da la palabra a los
vencidos, a la gente del común, a las víctimas de la guerra, más que de la
violencia, para que sean ellos los que, por fin, den su versión del conflicto
real, no el manoseado por los manipuladores de la historia, pero antes por los
políticos y los medios, que han ajustado siempre tanto el conflicto como la
historia a la medida de sus necesidades y, ante todo, de sus intereses. Como se
dice en la novela: “La historia la escriben los vencedores y la cuentan los
vencidos”, y las que en ella la cuentan son tres generaciones de la familia de
Benedicto Guzmán y Tulita Mendoza, los hijos y nietos de éstos, incluyendo a
los tres hermanos de Benedicto: Camilo, Yesid, Sigifredo y sus herederos. Todos
ellos oriundos del Tolima, donde según Pardo, con la muerte de Antonio Almanza,
aquel 16 de julio de 1951 “lo identificarían como el inicio de la violencia en
El Líbano.” (p. 77)
Son, esta vez, 86 capítulos breves a lo largo de
470 páginas en la Prueba de autor de
la que se cita aquí, y a través de los y las cuales se cuenta una nueva
historia, no la de Planeta sino la no oficial del país llamado Colombia entre
las décadas de 1920 y 70: desde las luchas de Quintín Lame, Juan de la Cruz
Varela, pasando por las de Sangrenegra,
Veneno, Desquite, hasta llegar a las de Tirofijo,
las FARC, el ELN, el desangre causado por los paracos, el narcotráfico del lado
de acá y del lado de allá, como en una esquizofrénica rayuela, en fin, el robo
de las elecciones de 1970 que aunque ya tenían un ganador la noche del 19 de
abril, al día siguiente no sólo apareció otro en su lugar y en el solio de
Bolívar sino que dio origen al surgimiento del grupo guerrillero M-19, el que
ya se había presentado a la opinión pública mediante avisos comerciales,
publicados en El Tiempo, con base en
un remedio para solucionar los males
nacionales. Todo ello, a través de una obra narrativa que habla sobre la
trashumancia, ese desplazamiento que no siempre obedece a la voluntad; que es
útil para voltear a la historia oficial; que desvirtúa las supuestas traiciones
de la guerrilla al Gobierno; que permite desmitificar términos como bandoleros,
bandidos, sediciosos; que revela la forma secreta como los comandos
guerrilleros se sublevaron en respuesta a la represión oficial; que sin querer
se opone, con base en sus virtudes literarias, a la tan recurrentemente citada
e incierta muerte de la novela.
Este ensayo se propone abordar ciertos asuntos
inusuales en la novela colombiana actual, contemporánea, no la que vuelve sobre
el conteo de muertos ni le interesa la sangre o el horror sino la que ha
superado la estética de la violencia visceral, para además ocuparse de la
reflexión sobre el porqué de dicha violencia y, más allá, sobre los porqués de
la guerra, una guerra apoyada y financiada desde el exterior; si bien Trashumancia continúa la saga a manera
de crónica histórica, a la vez que cuenta la historia desde los vencidos, aquí
lo hace al estilo de la novela polifónica; permite notar que de cara a la
historia, de acuerdo con Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones”, y
que estas últimas las hacen seres independientes del narrador principal para
tejer una sola voz, que es lo que configura el coro griego y luego la
polifonía; que, en sí misma, la obra de Pardo constituye un desafío franco,
desnudo, a la historia oficial, la que por tradición ha ocultado los hechos
verdaderos sobre el problema de la tierra, nuez del conflicto, con base en
pactos de silencio o secretos o en acuerdos firmados a espaldas del pueblo; que
una investigación hecha con rigor posibilita descubrir los hechos ciertos
detrás de la farsa histórica que se les ha ocultado a los colombianos; que
mientras exista la mirada ética/estética del humanista, del escritor honesto,
así sea historiador sin título, es posible confesar lo inconfesable para
desenmascarar lo que durante tanto tiempo se ocultó como si se tratara de algo
normal, aceptable, irrelevante; que el país/lugar común de la muerte llamado
Colombia es resultado fundamentalmente del contubernio iglesia/conservatismo,
aunque esto no sea motivo para excusar al liberalismo de sus posibles y/o
probables errores o exabruptos; por último, usa la memoria como un insumo
imprescindible, dentro de la construcción literaria, para operar en dos
sentidos: uno, como materia de recordación; y dos, como “el único tribunal
incorruptible”, de que habla Mempo Giardinelli en su novela Santo oficio de la memoria.
Dar vuelta a la historia y desmentir traiciones
guerrilleras
Una novela útil, directa e indirectamente, para
darle la vuelta a la historia oficial. En fecha reciente, Semana digital, publicó el artículo Conflicto: el 2015 fue el año del perdón, en el que señala: “Fue en
retaliación por el ataque a Marquetalia que Tirofijo y sus hombres volvieron a
levantarse en armas hace medio siglo” (26/12/2015). No, no es la guerrilla
(puesto que no existía en un comienzo) la que atacó o ataca al Estado
colombiano, sino el Estado que persiguió, acosó y desplazó de manera forzada al
que, primero, era un grupo de simpatizantes de Gaitán, entre ellos Pedro
Antonio Marín, más tarde Tirofijo por
su infalible puntería (1), y que luego, por obra de la difamación propia de
aquél que no puede con su opositor, llamó bandoleros, bandidos, delincuentes y,
más recientemente, guerrilleros, sediciosos, narco-terroristas, etc., en una
clara postura de soberbia y arrogancia, como queda al desnudo en la obra de
Pardo, lo mismo que en el texto de Arturo Alape Tirofijo: los sueños y las montañas 1964-1984 (Planeta, 2007), en
el que no sólo esto se evidencia, sino el probable origen del título de la
novela: Trashumancia. Como se puede
inferir de lo anotado en la novela, y de lo ocurrido en la historia, la
guerrilla se ha defendido, ha tenido que huir y desplazarse, mientras el
Gobierno es el que, azuzado por la Iglesia y el Partido Conservador, ha tomado
retaliaciones, atacado, bombardeado, masacrado a la población civil, a nombre
de la defensa de los colombianos, a la postre los mismos que han sido ofendidos
y humillados y desplazados a la fuerza de sus tierras, las que han terminado
siempre en manos de los ricos, después de una orgía de sangre, como lo dice un
cura en la novela: “El sacerdote Baltazar Vélez tenía razón: el contubernio
entre clero y conservatismo terminó por convertir al país en un lago de sangre.”
(p. 425)
A lo anterior, se suma algo que se hace
imperioso aclarar en aras de la verdad histórica: tampoco es la guerrilla la
que “ha traicionado muchas veces al Gobierno”, como en diciembre de 2015
sostuvo el presidente Santos a través de El Espectador y eso queda en evidencia
con la narrativa de Trashumancia mediante
múltiples voces que desmienten tan endeble calumnia. Es el Estado el que en las
sucesivas guerras, “la de Laureano, la de Rojas Pinilla, la del Frente
Nacional”, sin hablar de las del siglo XIX, ha traicionado los acuerdos hechos
con los sucesivos cuadros guerrilleros para luego perseguirlos, acosarlos,
darles muerte: desde Sangrenegra y Desquite, pasando por Guadalupe Salcedo,
los bombardeos a Marquetalia y Casa Verde,
hasta llegar a Raúl Reyes, Manuel Marulanda y Alfonso Cano: éste último,
asesinado de forma cobarde y alevosa, por orden expresa del presidente Santos,
cuando al ser atacado por las primeras bombas perdió sus gafas y tuvo que
terminar huyendo a ciegas durante la Operación Odiseo efectuada en el Cauca (4/nov./
2011): “Cuando comenzaban los diálogos, Juan Manuel Santos dio la orden de dar
de baja al máximo general de las Farc, Alfonso Cano, y la guerrilla aceptó
dialogar a pesar de ese golpe. El 13 de junio Santos le dijo al hermano de Cano
[Carlos Roberto Sáenz]: ‘Yo ordené la muerte de su hermano porque estábamos en
guerra, y estamos en guerra.’” (2). Y esa traición oficial se refuerza en la
novela con la historia de Guadalupe Salcedo, quien, tal como Juan de la Cruz
Varela, se somete y a diferencia de éste acaba asesinado: “Guadalupe Salcedo,
El Centauro Mayor, subió al avión y
pudo ver su llano mientras los militares brindaban con vasos plásticos. Abajo
sus luchas y correrías, sus leyendas, verdades y mentiras. La pacificación, una
parte de su deseo porque sus centauros estaban
cansados y con ganas de abandonarlo todo. La traición del Directorio Liberal,
de Lleras Restrepo, los desmoralizaba. En Bogotá y el país respaldaban a Rojas
y la modernización de las armas del ejército los alejaba de la victoria. […]
Los aguerridos llaneros recibieron el mensaje que Salcedo mandó el 15 de
septiembre de 1953 desde Monterrey, llave de la guerra y sello de la paz, para
el sometimiento. […] Era el comienzo de
la traición y Silvia lo presintió. Cuatro años después, Guadalupe Salcedo […],
caería asesinado en Bogotá.” (p. 189).
Calificativos oficiales, estados de sitio y
guerras de baja intensidad
Respecto a Marulanda y al
calificativo/descalificador, dice Alape: “La imagen pública de Marulanda creada
por el ejército, tiene necesariamente una relación directa con las acciones de
combate, en los cuales sin importar los resultados de bajas entre ambos bandos,
de inmediato se publicita esa imagen. Por principio de institución, nunca podrá
dar un valor humano, ni en lo militar ni mucho menos en lo político, al enemigo
que persigue. Los calificativos son el comienzo de creación de esa imagen, y el
primero de indudable condición connotativa, en los años sesentas [sic], después
de que el ejército aniquilara los grupos de bandoleros en el Tolima, es
precisamente bandolero: ‘Sobre estas gentes [sic] —de Marquetalia— ejerce
influencia el bandolero ‘Tirofijo’, declara
el ministro de Guerra general Ruiz Novoa, 1964.” (2007: p. 241). Y a esos bandoleros, primero, luego sediciosos, más tarde terroristas y narcotraficantes, llamados así a causa de la injerencia gringa en
los asuntos internos del país, al comienzo; después, a causa del Plan Colombia
y de la Doctrina de Seguridad Nacional de George Bush II, tras el auto-tumbe de
las Gemelas; por último, a causa de la paranoia anti-comunista de los distintos
gobiernos estadounidenses y de la de sus áulicos nacionales, se les va a
perseguir con saña mediante diversas “estrategias”: entonces, el país se llena
de espías en campos y ciudades; algunos de los guerrilleros sometidos devienen
informantes del ejército y, por ende, del gobierno; sólo con la guerra de las
dictaduras y de las falsas democracias, los campesinos entienden que los
guerrilleros disidentes tienen razón en desconfiar de quienes pretenden
derrotar cualquier foco rebelde, como
se pone en evidencia con todos y cada uno de los estados de sitio desde Rojas
Pinilla: “El Estado de Sitio, o de guerra, no fue levantado por el General
Presidente. Las palabras del Dictador: Cristo
y Bolívar [sucedáneas de la sangre y
la tierra, de Hitler], caían al vacío.
[El bandolero, más bien rebelde] Richard decidió viajar al Sumapaz para
dialogar con Juan de la Cruz Varela, aún
militante del liberalismo. Los campos empezaban a llenarse de espías. Algunos
liberales se sumaron al ejército y servían como guías a las tropas; las lejanas
guerrillas de paz, entregadas como informantes del gobierno, se revivían a
cambio de recompensas y sueldos cobrados con huellas digitales. Rojas no
toleraría que los comunistas lo pusieran contra la pared. Ordenó que una gran
compañía con armamento pesado, […] se apoderara de la zona teniendo como base
la población de Cunday, cerca de Villarrica. Extirparlos, derrotar cualquier
rebelión. La guerra de la dictadura empezaba y los campesinos se dieron cuenta
de que Richard tenía razón.” (p. 195)
En fin, EE.UU no dejará jamás que los comunistas o socialistas lo pongan contra
la pared, como queda claro desde los tiempos de Uribe Uribe, quien proclamaba:
“Si el liberalismo quiere robustecerse, tendrá que abrevar en las fuentes del
socialismo”, hasta los de Gaitán, a quien el embajador gringo de la época, John
C. Wiley (1946/47), acusó en un mismo párrafo de fascista y socialista y quien “va
a ser una preocupación política de alguna duración…”, por pretender (sin estar
aún en el poder) nacionalizar la banca, la cerveza, los servicios públicos y,
al filo del tiempo, el petróleo: “… dirigentes como él vienen y van porque esta
tierra [Colombia] no es fértil para las ideologías extranjeras. Puede ser que,
momentáneamente, sientan atracción por esa agitada mímica fascista”; […]
“Gaitán tratará de desplumar nuestra águila y de alzar vuelo en aras de la
charlatanería. Por tanto, se requiere una política de paciencia y entendimiento
porque el doctor Gaitán va a ser una preocupación política importante de alguna
duración”; por último: “Se ha declarado partidario de nacionalizar la banca,
las cervecerías y las empresas de servicios públicos, y ha propuesto otras
formas de socialismo de Estado que, con el tiempo, podrían abarcar la industria
petrolera.” (3); pasando, incluso, por los tiempos de Camilo Torres, a quien le
cerraron todos los canales de movilidad social, a quien persiguió con saña no
sólo el general Violencia, por
Valencia, Tovar, sino la potencia extranjera detrás suyo, y cuyo caso contiene
un claro ejemplo de crimen represivo: a quien, por último, no le quedó otra
salida que sumarse al ELN y allí, en Patio Cemento, en medio de “una guerra de
baja intensidad” desarrollada por los gringos a la usanza de la época, se le
asesinó en un combate disparejo contra las fuerzas del ejército oficial.
Origen de Trashumancia,
pena de muerte, denuncia del Imperio y sus agencias
Ahora bien, respecto al probable origen del
título de la novela de Pardo, Trashumancia,
se cita lo que, sobre la misma trashumancia como acto clandestino en relación
con Tirofijo, afirma Alape en la Introducción: “Marulanda establece
distancias en la comunicación. Cuando se trata con él de lo cotidiano en lo
individual, se encierra en sí mismo, se oculta. Prima en la comunicación, su
ser militar. Tanto tiempo en la vida de monte, la clandestinidad de la transhumancia
[sic] constante, han hecho de su personalidad, un hombre introvertido. Su
intimidad no debe, no puede hacerse pública, entonces crea mecanismos
impenetrables, que sólo se abren ante la voz y la confianza que deposita en sus
compañeros. Marulanda habla de lo que cree debe hablar. Se silencia en los
aspectos frontales de su experiencia militar, que en últimas y desde su punto
de vista, es y debe ser, un secreto militar.” (pp. 12-13) Como, igual, va a ser
un secreto la forma como se van organizando los comandos sublevados contra el
ejército, en respuesta a la represión oficial, recurriendo a toda suerte de
estrategias, desde bazares y rifas hasta reinados y pagarés impuestos a los
ricos, tal como se puede ver en el filme de Julio Luzardo El río de las tumbas (1964), cuando por los ríos colombianos, en
especial el Magdalena y el Cauca, empezaron a bajar cadáveres, o se puede leer
en la novela: “Un viejo amigo de los parias del Davis llegó a Villarrica. En
reunión secreta, donde asistió Ángel Alberto Guzmán, el comisionado político,
Martín Camargo, que exigió desintegrar los comandos, ahora militante de un
partido ilegal, les pedía que se alistaran para la guerra. La consigna salió en
boca de los nuevos Emisarios: ¡Armarse!
¡Al verde! Las armas empezaron a circular, navegando en pequeñas chalupas
por el río grande de La Magdalena hasta Girardot y después a la montaña. Muchos
fabricantes las vendían en un comercio clandestino, abierto. Marco Jiménez, el
mayor traficante, acaparaba el dinero que los campesinos reunían en bazares,
rifas, colectas, loterías, billetes y pagarés, impuestos a los adinerados.” (p.
195)
Como en toda novela de y sobre guerra, de y
sobre violencia, la muerte es tema central en la de Pardo (cuyo nombre, Jorge
Eliécer, a propósito, recibió de sus padres en homenaje al caudillo). En ese
sentido, Trashumancia hace pensar
sobre la idea de la pena de muerte como acto inútil, ahora que Colombia entra,
si la Historia no dice otra cosa, en un doble proceso: de transición hacia una
verdadera democracia; y en un difícil y retador posconflicto. En ambos casos,
seguro, pero no necesariamente pensando en que haya verdad, justicia y
reparación, se invocarán medidas tan extremas e inútiles como la citada, en un
país en el que la pena de muerte es un lugar común que por lo común es negada
por el Estado y por los sucesivos gobiernos de turno. Esa inutilidad de la pena
de muerte ya ha sido tratada en dos textos capitales sobre el tema: 1. Reflexiones sobre la horca, de Arthur
Koestler; y 2. Reflexiones sobre la
guillotina, de Albert Camus, recogidos en un solo volumen titulado La pena de muerte (Emecé, 2003, 222 pp.).
Y se cita aquí a Camus porque, justamente, en su obra habla de los eufemismos
que el Estado utiliza, instrumentaliza, para intentar legitimar, de manera
serena y racional, un asesinato cometido, es decir, cuando aplica, sin decirlo,
la pena de muerte. Así, se dice del condenado que “ha pagado su deuda a la
sociedad” o “expiado su culpa” o que, en cierto momento, “se hizo justicia”.
Pero, a la vez cabría preguntar, ¿qué se entiende por justicia? ¿Qué entiende
por justicia un gobierno que recurrentemente ha violado la Ley para aplicársela
al pueblo con una desproporción inusitada? ¿Vive la Ley en el mismo piso en el
que habita la justicia? ¿Acaso, históricamente, no está demostrado que la
Justicia vive en un piso adonde la Ley no llega? ¿No han sido los políticos los
que han acomodado la Ley a su arbitrio causándole numerosos remiendos a la
Constitución, primero la de 1886, de Caro y Núñez, y luego la de 1991, de Gaviria,
Serpa, Navarro Wolf y compañía, en particular Uribe Vélez, quien en sus dos
gobiernos (2002-2010) introdujo 28 remiendos
a su antojo para ser elegido y más tarde reelegido? ¿No está, acaso, detrás del
conflicto socio-político, de la guerra, la sombra seudo-protectora de Estados
Unidos, más allá de la (no) simple injerencia extranjera como partícipe directo
de las decisiones que se toman para acabar a como dé lugar con la guerrilla,
siempre bajo el eufemismo de un inofensivo Plan Colombia “contra el
narcotráfico” y a través, como dice el Nobel Harold Pinter, de otro eufemismo,
el de “una guerra de baja intensidad”? Así, cuando el autor de Trashumancia habla de la “injerencia
norteamericana” (que debería ser “estadounidense”) se remite a lo mismo que en
la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas plantearon el periodista y
sociólogo Alfredo Molano y el profesor titular de la U. Pedagógica Nacional
Renán Vega Cantor: los dos únicos que escaparon al coro/loro del Sistema para
revelar lo que ya se sabía pero que, mediante pactos secretos y de silencio,
tanto tiempo se les ocultó a los colombianos.
Así como ¡Que
viva la música! (1977), de Andrés Caicedo, fue pionera en expresar: “¡¡Abajo
la penetración cultural yanqui!!” (Colcultura: p. 100), Trashumancia vendría a ser la primera novela en la historia de la
literatura colombiana que menciona (para no decir denuncia) la injerencia del imperialismo estadounidense en los
asuntos internos del país y, más allá, en la generación y producción de la
guerra, terminando por causar la destrucción de miles de vidas, naturalizando
de paso la violencia contra las mujeres, los ancianos y los niños, en fin,
violando (niñas) y destruyendo todo lo que hallan a su paso, siempre a través
de pretextos como la construcción de escuelas y de hospitales, en el Chocó, o
de defensa de la democracia y de la justicia y de la seguridad, en la sede del
Ministerio de Defensa en el CAN o en el búnker de la Embajada en Bogotá. Ahora
bien, respecto a Trashumancia como
novela polifónica cabría citar lo que se dice en Hábitos nocturnos, novela de Alfonso Carvajal: “Leverkühn recuerda
que durante mucho tiempo la música fue cantada —a una voz primero y a varias
voces después—, y el conjunto armónico de estas voces configuró la polifonía.
Estas voces independientes del narrador
principal, tejen una sola voz, que es en sí misma la polifonía —la novela— y
el elemento que la agudiza es la disonancia, o sea, la falta de proporción que
la hace parecer extraña y fuera de razón, pero cuyos fragmentos reunidos le dan
un sentido coherente y unitario.” (2009: p. 107) La cita anterior se ajusta a
lo que Pardo ha logrado, por una parte, gracias a la investigación, al acopio
de fuentes y de materiales inéditos sobre la guerra, como los de monseñor
Germán Guzmán o los del Comandante Olimpo,
Eutiquio Leal, o sea, gracias a material auto-consciente y, por otra, a lo que
ha logrado de forma inconsciente/consciente, gracias a sus abismos y demonios y
a otras fuentes: a su bagaje de lector, escritor, editor, periodista,
fotógrafo, reseñador, al diálogo con sus propios textos, igual que a sus sueños
y búsquedas vitales y estéticas.
Todo ello, en medio de una gran libertad de expresión
personal, de una honda expresión personal de libertad, que es la que debe tener
todo escritor dentro de un Estado llamado democrático, un estado de derecho. Para
que no se repitan casos como el del escritor Virgilio Piñera (y no es que esto
no sea pan corriente en los regímenes de derecha: los más reaccionarios,
disfrazados, eso sí, de tolerantes por el mal cinismo de los políticos y la farsa
de los medios), quien alguna vez, en el teatro Karl Marx, de La Habana, le dijo
a Fidel Castro: “¿Por qué el Estado tiene que tener miedo de sus escritores,
por qué los escritores tienen que tener miedo de su Estado?” Lo más grave vino
después: a Piñera no se le metió a la cárcel por su desobediencia civil ni por agresión
a la autoridad ni por transgresión política,
sino por su condición sexual, es decir, homosexual. Triste que para los
políticos (y no porque sean de izquierda, como en este caso) siempre esté
primero el pretexto, la pantomima, el engaño, antes que los hechos; la
estratagema, el utilitarismo, la artimaña antes que la realidad. Menos mal, eso
sí, Cuba, a diferencia de Colombia que dice serlo en la Constitución pero en la
práctica otra cosa, es un país laico: lo cual ha hecho que las causas y los
orígenes de la guerra, como medio de destrucción de seres humanos, sean
distintos… Así, como se dice en Trashumancia:
“Si la guerra es el arte de destruir hombres, la política es el [arte] de
engañarlos.” (p. 425) Y aquí debe refrescarse la memoria: ese arte de destruir
hombres fue, primero, desarrollado por la Iglesia Católica, así como el arte de
engañarlos fue instaurado, después, por el Partido Conservador, lo que figura
en letras de molde en Trashumancia aunque,
paradójicamente, haya desaparecido de los libros de historia, empezando por el
del padre Justo Ramón, y evaporado de la conciencia colectiva de los
colombianos gracias al agua de cobardiana, ya no valeriana, suministrada sin
descanso por los medios, siempre con el mandato directo que los EE.UU hacen de
la información mundial a través de CNN y de otras agencias… no propiamente de noticias.
Conclusión:
Que las criaturas bajen mansamente a la tierra
del recuerdo, no del olvido…
En conclusión, tras leer Trashumancia, de Jorge Eliécer Pardo, lo deseable es que unos pocos
no sigan decidiendo el destino de otros, de una mayoría. Para eso es
imprescindible, por todos los medios que sean necesarios, cambiar las
condiciones materiales de vida y eso es únicamente posible a través de un nuevo
y doloroso desarrollo, ojalá no violento ni guerrerista como hasta hoy ha sido,
sino mediante la aplicación, real, de la justicia social que a su vez
posibilite la paz: la paz de la vida, para los vivos, no la de los sepulcros,
para los muertos. Los mejores guías, en tal sentido, son los seres
comprometidos con la realidad y con la historia de su tiempo, esos pájaros en
forma de escritores o de profesores universitarios que son una alegría y un
dulce consuelo, aunque no pocas veces sean encerrados en cárceles y su canto
resuene con sordina frente al ruido sin freno del mundo y otras muchas veces se
mueran antes de que, en efecto, el statu quo cambie: de todas maneras poco
importa porque han dejado los mojones necesarios a los lectores para que sepan
dónde están parados, sin más trampas ni dobleces ni engaños, como el de hablar
de paz y posconflicto (“El conflicto es cosa del pasado”, dijo un emisario del
imperio europeo en reciente visita a Colombia: el sociólogo francés Lipovetski)
mientras la guerra sigue y ni siquiera se ha firmado un armisticio. Esto lleva
a recordar al peruano Ribeyro, en Dichos
de Luder: “Un amigo irrumpe en su casa para anunciarle que ya se firmó el
armisticio. —Bah, comenta Luder. Ya te darás cuenta que la paz sólo consiste en
cambiar la guerra de lugar.”
Si hubiera que ubicar el momento en que se fue a
pique el galeón, más que el barco, de la co-existencia pacífica entre los
colombianos y fue reemplazado abrupta y violentamente por el que uno de los
novelistas más interesados por la historia y sus guerras, Rafael Baena, llamó paracolandia, podría decirse, fue cuando
los dineros calientes del narcotráfico se volvieron el pan y el circo
cotidianos dentro de las campañas políticas nacionales. Cuando la clase
política no precisamente secuestró a la democracia, puesto que nunca la hubo, ni
la ha habido ni probablemente nunca la habrá, sino que la usó de pretexto para
seguir manipulando la conciencia colectiva a través de la compra de votos, del
fusil en la cabeza del votante, de la dádiva lastimera en el bolsillo del que
con la venta de su sufragio apenas negocia su dignidad y, con ello, la pérdida
de su futuro a cambio de un plato de lentejas. Haciendo, con esto, posible
revivir lo que Ítalo Calvino llamó en un texto sobre la Italia de posguerra La conciencia tranquila: apólogo sobre la
honradez en el país de los corruptos y que parece, sin exagerar, una
radiografía socio-política de la Colombia de los años 1970 en adelante y, ante
todo, la que tenemos hoy (4). Y en este punto de la historia, cabe recordar que
a raíz del robo o, igual, soborno, de
1970, cuando Misael Pastrana amaneció ganador de las elecciones en las que
Rojas Pinilla vencía la noche anterior, tomó fuerza la frase que se cita en la
novela de Pardo: “En Colombia no gana las elecciones el que vota, la victoria
es de quien escruta”, lo que ya muchos años antes había dicho Camilo Torres, el
cura revolucionario asesinado en Santander, el 15 de febrero de 1966: “En
Colombia, el que escruta elige”. Que los electores quieran ganar no determina
quién gana las elecciones: las compra el mejor postor o, simplemente, se las
lleva el que asuste, intimide o aterrorice más.
Hasta ahora, es la guerra la que sigue matando colombianos; hasta ahora, el destino, por la intervención de esos falsos oráculos que son los políticos, sigue riéndose de nosotros; hasta ahora, somos nosotros los que seguimos temblando ante la idea de la muerte. Porque la que nos dan es una muerte violenta y no tranquila, en paz, como la que deseaba para todos los habitantes de este país el médico, educador y defensor de la educación, la salud pública y los derechos humanos, Héctor Abad Gómez. Una de las conclusiones que puede extraerse de Trashumancia, es la relativa al Poder y a quienes lo manejan: si, a su vez, se extrapola la idea postrera del filme El último rey de Escocia (2006), de Kevin Macdonald, que describe cómo el Gobierno de Idi Amin Dada se caracterizó por la violación de los DD.HH, la represión política, el racismo y la persecución étnica, los asesinatos extrajudiciales (llamados en Colombia falsos positivos, los que acaba de destapar el general Carlos Suárez, quien fue dado de baja y vive aislado en una finca a raíz de su investigación sobre este oscuro capítulo de las Fuerzas Militares) (5), el nepotismo y la corrupción y cada quien, cada lector, al mismo tiempo piensa en qué se parece un régimen despótico al de su querida patria, Colombia, es posible, si no probable, que aquella idea última del filme citado no sólo no lo horrorice sino que no lo sorprenda: “Usted es un niño”, le dice el médico Nicholas Garrigan al dictador Idi Amin Dada, para luego agregar “… y eso es lo que lo hace más aterrador”. En efecto, Amin es un niño, pero un niño grande, es decir, alguien que ya perdió la inocencia y, por ende, no podrá recuperarla: un niño grande, como son todos los poderosos, gobernantes, banqueros, funcionarios, políticos, militares, curas. En fin, todos aquéllos que, como en la novela de Pardo, presidentes, gobernadores, generales, alcaldes, curas, policías (y desde luego paracos, sobre todo, así no los cite) y guerrilleros, creen poder decidir el destino de otros, disponer de la vida de los demás, fijar su devenir, sabiendo de antemano que nadie es dueño de nadie ni de la vida de nadie: lo que hace más aterrador el asunto… ya porque sea un acto inconsciente, otro deliberado o uno más preterintencional, como dicen los abogados. Olvidan los intolerantes que en un país en guerra, ninguna posición extrema es útil a los propósitos de la paz; que en una guerra no hay individuos de mejor estrato que otros; que la igualdad no se obtiene sacrificando la diferencia sino aceptándola, incorporándola a la vida real no a los libros de derecho o a la Constitución, para tenerla apenas como certificado legal, sin vigencia ni aplicación práctica. Finalmente, que estamos aquí no para sufrir sino para reírnos del destino y para vivir tan bien nuestra vida, que la muerte no deje de temblar al recibirnos en su indeseable morada.
Si hubiera un texto que ilustrara las buenas intenciones literarias de una novela como Trashumancia, la mejor novela (hasta ahora) de las que componen El quinteto de la frágil memoria, sería sin duda El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes: “Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil, equivocarnos; la más destructiva, la mentira y el egoísmo; la peor derrota, el desaliento; los defectos más peligrosos, la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos y, sobre todo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia donde quiera que estén.” (6) (Texto en el que, a propósito, Che debió beber, como jinete de tantos Rocinantes que fue, para dejar su histórica frase sobre el mismo tema: “Sean capaces siempre de sentir, en lo más hondo, cualquier injusticia realizada contra cualquiera, en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda del revolucionario.”) ¿Cómo puede constatarse esto de hacer el bien y combatir la injusticia en Trashumancia? ¿Sólo por las impresiones de un crítico o por sus pasajeras emociones durante la lectura de la obra?
No, no sólo por eso. Aunque cuentan impresiones y emociones, sólo la argumentación en tal sentido arrojaría luces sobre lo que se afirma: la novela de Pardo cuenta la guerra desde la gente del común, no desde los poderosos, y desde diversos ángulos; hace interesantes los hechos pequeños, como pensaba Schopenhauer que debía ser la gran literatura; resalta, descubre o devela una nueva historia mezclando lo particular con lo general y haciendo patente lo que sucede dentro y fuera de los personajes en tanto seres políticos; muestra cómo la historia no es tanto la que se cuenta como la que en realidad viven los hombres, hacen los hombres, no pocas veces en contravía del statu quo; pone de nuevo sobre el tapete la discusión de si ha muerto la novela o no, de si esto es periodismo y aquello literatura o al revés; es una obra sobre la vida misma, sobre cómo se cruzan la experiencia y la realidad objetiva, la subjetividad y los hechos desnudos, la mayoría de las veces determinados por esos seres informes y faltos de vida que son los poderosos, los políticos… aquéllos a los que un mensaje por Internet les recuerda sus esmerados esfuerzos cotidianos por hacer más segura, con base en la vigilancia, la vida de los colombianos: “Señores políticos: si fuera por nuestra seguridad, las cámaras estarían en sus despachos”. O, se añade, en el Congreso o en el Jockey Club o en el Gun Club o, simplemente, en sus casas.
En la novela de Pardo hay una clara demarcación entre Historia, la que cuenta el acontecer histórico, e historia (Story, en inglés, el cuentico), la que cuenta un asunto pequeño, trivial o irrelevante, remarcando, como ya se dijo, lo interesante tanto en lo anecdótico como en lo fundamental, en las luchas cotidianas de la gente, en el dolor padecido por quienes no produjeron la guerra, en la muerte como resultado de causas exógenas. De esta forma, Pardo acerca la historia al lector, desprevenido o avezado, ignorante o curtido, pero no la oficial ni la de los textos con los que infructuosamente pretendieron inocularnos la versión “fiel, objetiva, irrefutable”, y lo hace a veces en forma cronológica, lineal, en otras mediante trastrocamientos de tiempo, flash-backs y elipsis, como quien hace cine pero no guion para cine: no necesariamente en contravía de los historiadores ni de los académicos sino como complemento de lo que falta o cuenta a medias o no cuenta la historia oficial. Trashumancia no transita los viejos caminos de la literatura de y sobre la violencia, de y sobre la guerra, es decir, los del recuento de muertos, los de la exacerbación de lo visceral (aunque no pocas de esas prácticas haya que recordar para hacer visible lo invisible, lo que jamás de forma seria mostrarían los medios), los del impacto con base en la crudeza, la imprecación o la pornografía: quizás sea más eficaz mostrar la aldea (El Líbano), o sea, particularizar la historia para, al convertirla en experiencia visible, palpable, concreta, a través de la palabra, hacerla entrañable, personal, subjetiva/objetiva, en fin, perteneciente a todos, desde la mirada de una sola persona, el autor, que se ha puesto los zapatos del otro o le ha prestado sus zapatos al otro en aras de un mutuo entendimiento. Porque, para terminar, la palabra clave aquí es cooperación en contra de quienes han sumido a Colombia en un pueblo disociado, marginado, alienado a base de desempleo, maltrato, humillación o a base de impuestos y de un salario… ¡mínimo! No deja de ser triste que un país que se jacta de tener “la democracia más antigua de América” señale a sus escritores cuando asumen una postura disidente frente a la historia oficial: “Nos estigmatizaron por escribir sobre la violencia”, se queja Jorge E. Pardo en entrevista con el diario El Espectador (7).
En este país, por el contrario, no se estigmatiza a nadie por escribir sobre la paz; sobre la paz, claro, de una patria boba que aún nos persigue como el paraco al labriego, como el Gobierno al guerrillero, pero no al paraco, en fin, como el amo al esclavo… Pero ya se sabe, y Pardo lo sabe, que no hay que callar ante nada, en un país en el que el silencio ha sido el principal alimento de la impunidad, para que no vuelva a repetirse lo que ya hace décadas recordaba Martin Luther King: “Nuestras vidas empiezan a terminar el día que guardamos silencio sobre las cosas que importan.” Nada más triste que morirse la víspera por no haber hecho nada para conservar la vida. “Ese es el problema de navegar siempre entre la violencia que todo lo destruye, hasta la palabra que la nombra. La ventana cósmica no existía o se cerró para siempre.” (p. 470) Al escribir una novela tan terrible sobre la guerra, Pardo en Trashumancia deja, por contraste, vigente la esperanza de que la palabra que nombra la violencia en su obra sirva a la vez para conjurar la muerte que habita en Colombia, ese lugar común, público, cada vez más privado por la acción sanguijuelesca de los políticos y sus patrones foráneos, para así poder recuperar la vida. “Y que mansamente sigan bajando las criaturas/ a su territorio del recuerdo”, como dijo el poeta, no a la tierra del olvido, como dijo el (mal) cantor. Nada más deseable, justo, necesario: nada más opuesto a la desidia de los políticos en la que se hunde el galeón/sanjosé de la convivencia pacífica entre los colombianos, para que pueda salir a flote el más ansiado de sus sueños…
Notas:
(1) En la plaza de Gaitanía, hay un monumento en memoria del sargento Ismael Montero, muerto en nov/1962 por una bala que disparó Marulanda, escondido en una de las montañas que rodean al pueblo, desde donde veía al sargento. Un guerrillero lo retó a que le diera: Montero cayó al primer disparo y desde ese día Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez, también empezó a ser Tirofijo.
(3)“Así veían a Gaitán en Washington”, por Silvia Galvis, en El saqueo de una ilusión – El 9 de abril: 50 años después, Número Ediciones, 2002, 213 pp.: p. 34.
Luis Carlos Muñoz Sarmiento. (Bogotá, Colombia, 1957)
Padre
de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico de cine y de jazz,
catedrático, conferencista, corrector de estilo y, por encima de todo, lector.
Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños:
Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2004). Fundador y
director del Cine Club Andrés Caicedo desde 1984. Fundación
Social (1987): Ganador del Concurso de Cuento Cenpro TV, con Movimiento en falso. Feria Int. del
Libro de Bogotá: conferencista invitado 1987-2005. U. Central (2006): Finalista
del Concurso Nacional de Cuento 25 Años
del TEUC, con Noticias del imperio, por Henry V. Miller (La
muerte del endriago y otros cuentos,
U. Central, 2007). Invitado al X Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia
(4-8.XII.09). U. Nacional (2010): Invitado por Enda América Latina – Colombia
al Taller de DDHH del CED Ramón de Zubiría, con la charla Derechos humanos
& Convivencia en el aula (9.XII.10). XXIV Feria Int. del Libro de
Bogotá (4-16.V.11): Invitado por el Min Cultura a presentar el ensayo, impreso
por la misma entidad, Arnoldo Palacios:
Matar, un acto excluido de nuestras vidas… (13.V.11). U. Central: Ponente
en el I Congreso Int. Izquierdas,
Movimientos sociales y cultura política en Colombia con el ensayo Un espíritu libre…: sobre la crisis de
la cultura y los medios (20.X.11). U. N. Radio: Invitado al Especial Brasil
para presentar Chico Buarque: No hay que
perpetuar en la partitura la tristeza… (1º.V.12). Colaborador de El Magazín
de El Espectador. Invitado al V Congreso Int. de REIAL, Nahuatzén, Michoacán,
México, con el ensayo Roberto Arlt: La
palabra como recurso ante la impotencia (22-25.X.12). Invitado por El Teatrito, de Mérida, Yucatán, para
hablar de Anthony Burgess-Stanley Kubrick y Una
naranja mecánica (27.X.12). Invitado por Le Monde Diplomatique (Colombia) y Desde Abajo para entrevistar a Ignacio Ramonet (Director LMD, España): Retrospectivas: Un recorrido por el Cine Latinoamericano http://www.youtube.com/user/periodicodesdeabajo?feature=results_main (5.XI.12).
Co-autor del libro Camilo Torres: cruz de luz (FiCa, 2006), ha escrito
en revistas Semana, Número, Hojas Universitarias, Al Margen, Agencia
Periodística de Argentina y América del Sur (APAS), Magna Terra, de Guatemala; hoy en Agulha Revista de Cultura y Agulha Hispánica, de
Brasil, Matérika, de Costa Rica, revista de la cual es
corresponsal en Colombia, Magna Terra, de Guatemala, de www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.argenpress.info y espera la
publicación de sus libros La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), El
crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), Grandes del Jazz, Ocho minutos y otros cuentos, Músicos
del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina
(Novela). En la XXVII Feria Internacional del Libro de Bogotá
presentó su libro Cine & Literatura: el
matrimonio de la posible convivencia, bajo el sello editorial de la U. Los
Libertadores (6.V.14), que fue oficialmente lanzado en la XXVIII Feria
Internacional del Libro de Bogotá (24.IV-4.V.15). Invitado por la Universidad
Federal del Espíritu Santo, en Vitória, Brasil, al I Congreso Internacional y
XVI Nacional Modernismo y Marxismo en
época de Pos-autonomía Literaria, en el que, además, hizo parte del Comité
Científico (26-28.XI.14). Invitado al III Festival Internacional de Literatura
LIT, Duitama (28.V.-1º.VI.15). Invitado a la XXXV Semana Internacional de la
Cultura Bolivariana con Una mirada al
Jazz: una historia negra (20-27.VII.15). Hoy, Director del Cine-Club &
Tertulias Culturales de la U. Los Libertadores, docente en la Transversalidad
Humanidades-Bienestar de la misma Institución y traductor, primero, y ahora
traductor y coautor, con Luís E. Soares, de ensayos para Rebelión. E-mail: lucasmusar@yahoo.com
Carlos Orlando Pardo
Son esquivas, tímidas o vacías la mayor parte de las novelas colombianas frente al contexto en que se mueven sus personajes. Es fácil ver que se limitan a las aventuras que ellos logran, sufren o gozan, conduciéndolas a la simple anécdota, así no estén mal escritas, como si los protagonistas estuviesen aislados en una torre de marfil y lejos de la esencia de los aconteceres del medio que viven o recuerdan. Resultan así falseadas en su índole por más apasionantes que reboten sus vidas y reflejan una inaceptable orfandad que las ubica en el territorio de la fragilidad. Lo superficial es su cobija y un traje que se desvanece con la primer corriente de aire porque no sale de madera fina. Si bien es cierto estamos ante una era donde prima lo frívolo, inclusive en la literatura que fue otra cosa, nos tropezamos que en la natural incesante búsqueda de nuevas formas que renueven la novela para evitar la repetición inútil de lo ya gastado, también lo es que se viene imponiendo la urgencia del mercado para sobrevivir sin que importe la calidad sino la novedad. No ocurre por fortuna en autores como Yu Hua, en novelas suyas como Brothers, Leonardo Padura en todo pero en esencia en El hombre que amaba los perros, o Jorge Eliécer Pardo en sus obras recientes. En ellas, la forma en que cuentan, nos hace ver y sentir el medio en que se existe, demostrándonos que ante todo el escritor es un investigador y no de manera simple para repetir una historia sino para ofrecernos una nueva versión de hechos que supuestamente conocemos pero que realmente ignorábamos. Allí el mundo pintado es totalizador y sale uno de sus páginas sintiendo que ha realizado un viaje completo y no una visita al exterior de turistas en busca de la foto frente a lugares emblemáticos.
La
conclusión me viene al cumplir la lectura de Trashumantes de la guerra perdida,
la novela de Jorge Eliécer Pardo y que forma parte del Quinteto de la frágil memoria en la cual ha estado empeñado el
autor en las últimas décadas. Es esta la tercera publicada de la serie y que la
integran 86 breves capítulos donde se nos lleva a recorrer el seriado de los
puntos neurálgicos que han conformado la historia reciente de Colombia, en
particular la del siglo XX que aquí comienza hacia los años 20 y termina en la
década del 70. Esta versión particular, en realidad una revisión y una
recreación de tantos aconteceres, nos permiten ir viviendo y bebiendo la
esencia y la radiografía de la telaraña con sus hilos invisibles y que nos han
construido el perfil verdadero del país.
Cuando
se van recorriendo sus breves capítulos, todos tan envolventes gracias a la
audaz estructura y al lenguaje literario que maneja, no exento nunca de poesía,
uno sabe que está frente a una cara conocida o vista muchas veces, pero que al
buscar reconocerla no era lo que uno
pensaba sino mucho más compleja, más llena de misterios y secretos que nunca
hubiéramos imaginado. Por eso aquí se vuelven impresionantes la historia
política y sus protagonistas, al fin y al cabo la que nos ha correspondido
vivir a través de los abuelos y los padres y la que hemos respirado y sufrido
nosotros mismos sin entenderlo cabalmente. Nos enfrentamos a través de la
familia Guzmán a ver geografías, paisajes y circunstancias claves que
enmarcaron al país y a ver cómo, bajo el tenaz enfrentamiento entre liberales y
conservadores que nos costó tantos muertos, la gente tuvo el penoso destino de
desplazarse de un lugar a otro en busca de proteger la vida y lograr la
sobrevivencia en virtud a su trabajo pero sin renunciar a sus ideas. Nada
novedoso en apariencia pero resulta siéndolo por la estrategia narrativa del
autor, por el lenguaje mismo como lo subrayamos, por la selección audaz y
certera de lo seleccionado para contar, una luminosa antología de los hechos
que nos han marcado en lo fundamental, aunque bajo elementos que resultan
reveladores y sorprendentes.
Trashumantes de la guerra perdida resulta entonces un retrato vívido de una república asfixiada por la
violencia y la guerra, la que hoy vive el mundo en una escala mayor con sus
millones de desplazados tratando de encontrar un poco de paz para ellos y sus
hijos. Ha sido la historia misma de la humanidad desde tiempos remotos pero que
hoy vivimos ante la inhumana indiferencia de quienes los ven como una montonera
incómoda que rompe con su cotidianidad y sus holguras, luego de haberse
beneficiado directa o indirectamente de su esfuerzo. No es la crónica sino es
la novela y en este mundo descrito, literariamente, no son excepcionales las
desapariciones forzadas y la encarnación de parias que encarnan al judío
errante, padecen represión de las tropas y los facinerosos disfrazados de
libertarios y ante todo la sombra permanente del miedo cubriéndolo todo
mientras están sometidos a la barbarie de la injusticia.
Es
usual que llegue la conmoción cuando los medios registran estas tristes
noticias y hasta se escuche la indignación en varias partes, pero se niegan a sentir
que se viven en su propio país, en su vecindad y en lugares que apenas conocen
por el mapa. Al fin y al cabo no tienen el conflicto en su casa y apenas lo
atisban por la prensa o la televisión, insensibilizándose sin solidaridad en el
estilo de comunidades indiferentes y abúlicas. Por eso la novela de Pardo,
aunque toca décadas recientes, es de una actualidad aterradora y una lección de
historia sobre lo que hemos atravesado y lo que no debiéramos nunca repetir. Si
bien es cierto que el autor no comete la ligereza de tomar partido o de
convertir el libro en un discurso, uno como lector no tiene otro remedio que ir
indignándose ante todo lo ocurrido como si hubiese permanecido ciego con hechos
sucedidos delante de nosotros sin comprenderlo en su exacta dimensión.
Frente
a esta sucesión de episodios envolventes con capítulos breves que resumen un
mundo, es fácil preguntarse por qué aún existen partidarios de la guerra y
quienes se niegan a aceptar que esto ha sucedido e inclusive sigue aconteciendo.
La sensibilización ocurre gracias a esta novela que encarna un viaje
aleccionador por nuestro pretérito y nos
esclarece muchos puntos oscuros de nuestro pasado y devenir, dejándonos en
mucho desconsolados por nuestro sometimiento a una sociedad que desde el poder
aprovecha impunemente la ingenuidad y la vida de los humildes para su propio
lucro en medio de una sociedad simuladora. Simplemente hemos pisado arenas
movedizas arrastrados por los símbolos de generales en guerra que arrojan
héroes falsos sin que aparezcan los héroes y las víctimas anónimas. La lección
es para determinar cómo nos hemos matado unos a otros porque no hay inocentes y
todos somos culpables, al decir de Laureano Gómez.
Trashumantes de la guerra perdida se va hasta las raíces del conflicto colombiano donde la derrota del
pueblo es el denominador común nadando entre consignas de jefes partidistas,
armamentos, muertos, masacres, atentados y siempre desplazamientos de familias
hasta la conformación de organizaciones de la resistencia que se transforman
igualmente en victimarios de otros. Lo acontecido en las grandes ciudades y en
los pueblos con sus consecuencias políticas se muestra aquí entre falsos
juramentos y armisticios, bandoleros y traiciones, sicarios y crímenes,
andariegos y familias despedazadas.
Triste
lección que hasta ahora totalizadoramente logra Jorge Eliécer Pardo para la
novela colombiana y enarbola un testimonio literario destinado a perdurar como
testigo de la construcción y deconstrucción de un país. Lejos de la simple crónica
y lo retórico, bajo el rigor de un lenguaje que rescata lo popular sin ser
costumbrista, tenemos en esta novela un espejo auténtico de lo que somos y
hemos sido para nuestra desgracia.
La
gran virtud de la novela consiste en que puede llegar al estilo de un
microscopio hasta los lugares insospechados y a mostrar que por encima de las
apariencias existen abismos insondables que habitan dentro de nosotros. Por eso
mismo concluyo que la obra de Jorge Eliécer Pardo ha venido paso a paso
recorriéndonos por el país y enseñándonos no solo su riqueza y sus virtudes
sino ante todo sus defectos y lacras y cómo todavía existe la esperanza, porque
no se trata del fatalismo ni de la derrota total sino que tenemos, al decir de
García Márquez, una segunda oportunidad sobre la tierra.
No son
pocas las novelas colombianas publicadas en lo transcurrido del siglo XXI que
me han enamorado, pero examinando su camino por encima de fraternidades personales
y simplemente como lector de oficio, he concluido cómo, después de Cien años de
soledad de Gabriel García Márquez, es esta la mejor novela que he leído de
autores nuestros y que sitúa al autor como un clásico del siglo XXI.
Carlos Orlando Pardo (El Líbano,Tolima, 1947-).
Es licenciado en Español por la Universidad
Pedagógica Nacional, de la cual fue profesor; en 1995 la Universidad Simón
Bolívar de Barranquilla le entregó el doctorado Honoris Causa. Fue codirector
del programa cultural “Hablemos de...”, que fuera transmitido por Señal
Colombia durante cuatro años y que hizo en compañía de los escritores y
periodistas Alberto Duque López y Germán Santamaría. Su trabajo ha sido
ampliamente comentado por importantes críticos, escritores y periodistas
culturales del país y el exterior. Libros publicados: Las primeras palabras,
en coautoría con su hermano Jorge Eliécer; Los lugares comunes; La
muchacha del violín; El invisible país de los pigmeos y Verónica
resucitada; El beso del francés; El último sueño; Los sueños
inútiles o Lolita Golondrinas; Cartas sobre la mesa; La
puerta abierta; Los últimos días de Armero; El proceso creador;
Hazañas tolimenses; Obra literaria: 1972-1997; Protagonistas
del Tolima Siglo XX; Pintores del Tolima Siglo XX; Novelistas del
Tolima Siglo XX; Poetas del Tolima Siglo XX; Cuentistas del Tolima Siglo
XX; Músicos del Tolima Siglo XX; Diccionario de Autores
Tolimenses; Ibagué: sus múltiples rostros; Manual de Historia del
Tolima; Tolima Total, enciclopedia multimedia en compañía de su hijo
Carlos Pardo Viña.
Trashumantes
de la guerra perdida
Nuevo fragmento de
El quinteto de la frágil memoria
Hernando Galeano
Con Trashumantes de la guerra perdida (Pijao Editores-Caza de Libros,
2016), nuevo título de El quinteto de la frágil memoria del
escritor colombiano Jorge Eliécer Pardo (El Líbano, Tolima 1950), se completan
tres novelas de este ambicioso fresco de la realidad colombiana. Se trata de
una aventura de 512 páginas, aprovisionada de mapas y retratos, que continúa
mostrando la saga familiar donde los Guzmán avanzan en la trashumancia, el
desplazamiento forzado por la guerra bipartidista. El trasfondo, la llamada
Historia Patria, como telón de boca, vislumbra, desde los años 20 hasta los 70,
hechos trascendentales pero también cotidianos de un país que no ha resuelto
sus contradicciones sociales.
Jorge Eliécer Pardo se
atreve, como en sus novelas anteriores, a mostrar los personajes reales del
país, en una asombrosa investigación que lo ubican, con Trashumantes de la guerra perdida, en la tendencia de la novela
histórica de América Latina y el mundo. Recuerda, Santo oficio de la memoria, de Mempo
Giardinelli,
La república de los sueños, de Nélida
Piñón y El hombre que amaba los perros,
de Leonardo Padura.
De El pianista que llegó de Hamburgo, con cuatro ediciones y amplios
ensayos críticos, ha dicho Eugenia Muñoz,
investigadora literaria de Virginia Commonwealth University: “Jorge Eliécer Pardo con la novela El
pianista que llegó de Hamburgo, ha creado su obra maestra. Trabajo de una gran
envergadura literaria que contiene diversidad de temáticas novelescas, técnicas
y estructuras literarias desarrolladas paralelamente entre la no ficción y la
ficción. Hendrik, su personaje, cumple un destino de héroe trágico y romántico,
donde las circunstancias fatales y la ironía se imponen, inevitablemente, sobre
su lucha por vencerlas para alcanzar sus sueños y el derecho de tener una vida
propia”.
De
El pianista que
llegó de Hamburgo y La baronesa del circo Atayde, Berta Lucía Estrada,
desde Francia: “El manejo del castellano de Jorge Eliécer Pardo es de una gran
riqueza en todos los sentidos, gramatical, verbal, sintáctico. Si se habla de
una fuerza descomunal en los libros de Pardo, es, precisamente, el lenguaje. Diría
que leer su obra es emprender una aventura a través del idioma; como si cada
palabra, cada imagen, cada frase, fuese una nave que nos transporta al pasado,
a mundos conocidos o imaginados, existentes o inexistentes, tangibles e
intangibles. Pocas veces puede leerse una obra literaria con un manejo tan
brillante de la lengua castellana; al menos de la lengua que hablamos en
Colombia. Es un manejo del lenguaje como pocas veces se encuentra en la
literatura. Impecable, limpio, rico en metáforas que nos hacen volar y caer en
picada, sumergirnos en aguas turbulentas y en lagos sin olas, nos hace pisar el
rocío del amanecer y viajar en el ojo del huracán. Avasallador por decir lo
menos. Es como cabalgar en un caballo desbocado que corre por la cresta de la
cordillera vadeando abismos ocultos por la bruma. Otras veces es plácido como
las aguas de un lago en tiempos de verano”.
Ahora, en Trashumantes de la guerra perdida, se completa
el recorrido ficcional cuando personajes inolvidables, seres anónimos, deambulan
por las regiones de Colombia huyendo de la muerte. No es una novela como las
que tradicionalmente se escribieron sobre la violencia en los años 70 y 80; en
ella el autor abandona el lenguaje regional, fragmenta el tiempo en capítulos
breves que tejen el magma llevando al lector a la última página, expectante por
los acontecimientos, en una prosa ya identificable de Pardo, poética, erótica y
épica.
Un nuevo color de El quinteto de la frágil memoria, una
nueva incursión con los Trashumantes de
la guerra perdida, lectura obligada para saber y conocer el ser colombiano,
su devenir por los sucesos que han marcado 50 años de buena y mala convivencia.
Dice Luis Carlos Muñoz
Sarmiento de Trashumantes de la guerra
perdida: “aborda asuntos inusuales en la novela colombiana actual, contemporánea,
no la que vuelve sobre el conteo de muertos ni le interesa la sangre o el
horror sino la que ha superado la estética de la violencia visceral, para
además ocuparse de la reflexión sobre el porqué de dicha violencia y, más allá,
sobre los porqués de la guerra. Pardo continúa su saga de El quinteto de la
frágil memoria desde los vencidos, al estilo de la novela polifónica; permite
notar, de acuerdo con Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones”, y
estas las hacen seres independientes del narrador principal para tejer una sola
voz, que es la que configura el coro griego y la polifonía. En sí misma, la
obra de Pardo constituye un desafío franco, desnudo, a la historia oficial, la
que por tradición ha ocultado los hechos. La novela relata la guerra desde la
gente del común, no desde las élites del poder, y desde diversos ángulos; hace
interesantes los sucesos pequeños, como pensaba Schopenhauer que debía ser la
gran literatura; resalta, descubre o devela una nueva narrativa histórica
mezclando lo particular con lo general y haciendo patente lo que sucede dentro
y fuera de los personajes; pone sobre el tapete la discusión de si ha muerto la
novela o no, de si esto es periodismo y aquello literatura o al revés; es una
obra sobre la vida misma, sobre cómo se cruzan la experiencia y la realidad
objetiva, la subjetividad y los hechos desnudos, la mayoría de las veces
determinados por esos seres informes y voraces que son los poderosos, los
políticos…”
Trashumantes de la guerra perdida, un libro que nos
acompañará siempre si logramos una lectura paciente y a la vez intensa y nos
introducimos en aventuras que, como en Cien
años de soledad, sus personajes buscan una nueva oportunidad sobre la
tierra.
Hernando
Galeano (colombiano).
Licenciado en Biología, con Maestría en Medicina alternativa, docente y
conferencista, autor de una serie de reseñas críticas sobre autores
literarios.
Trashumantes de la guerra pérdida
La lucha por la paz arrastra el dolor y
la inclemencia
Pijao Editores – Caza de Libros
Narración
de viajes y aventuras en la que los protagonistas, la familia Guzmán, viven los
momentos históricos de nuestro país que los obligan a dejar atrás sus tierras,
familias y bienes para convertirse en unos trashumantes de y por la guerra.
Inician
su peregrinación en los años 20, cuando se trasladan desde
Santander
hasta un municipio del Tolima, atendiendo las sugerencias de un amigo que lo
describe como un lugar mágico, refrescado por el Parque de los Nevados, con un
clima ideal, donde se abre una ventana celestial por donde entra la felicidad.
Como
muchos colombianos, han perdido familiares en las contiendas políticas y los conflictos
armados. Según las palabras de Pardo, “…no los persiguen, solo huyen de la
guerra y sus horrores. No cargan los huesos de sus muertos porque quieren
borrar las cicatrices de los odios”. Quieren olvidar la llamada Guerra de los
Mil Días o de Los Tres años, del siglo XIX, cuyo tratado de paz se firmó en
1901. La herencia del dolor anhelan dejarla atrás, por eso van hacia la
montaña, la Cordillera Central.
En
la travesía rememoran a sus antepasados con la esperanza de que al arribar al
pueblo cafetero nunca volverían a enfrentar el horror de las balas y la
tristeza del destierro. Muy pronto saben que El Líbano, su lugar de destino,
fue fundado por un general antioqueño, Isidro Parra,
quien no tuvo escuela ni educación formal, hablaba cinco idiomas, creía en el
esoterismo, la reencarnación, la teosofía y el culto a los muertos y que, desde
entonces, los iniciados hablaban de la claraboya y la ven, arriba de los
nevados, abrirse en tiempos de prosperidad y cerrarse en tiempos de sangre y
dolor.
La realidad
de este pueblo —la que el autor conoce muy bien por provenir de
él— sustenta buena parte de la aventura de los Guzmán, quienes
aceptan trabajar en los cultivos de café, porque son hombres curtidos en el
campo, acompañados por una sola mujer, Tulia, matrona que los acoge y alienta
con amor y firmeza.
Cuando
creen encontrar la felicidad y la esperanza de la paz, la tranquilidad de la
localidad y el país se trastorna por el asesinato, en las calles de Bogotá, del líder
liberal Jorge Eliécer Gaitán, que desata una sangrienta contienda política entre liberales
y conservadores que marca la vida de los colombianos.
La
novela, producto de una amplia y profunda investigación que el autor hizo durante 15 años,
combina las narraciones, anécdotas y sueños cotidianos con los de la Historia
Patria. Los trashumantes son los derrotados de la guerra.
Sobreviven a los hechos atroces que se conocerían como la época de La Violencia
y que se fueron transformando en otras disputas que aún continúan en nuestra
geografía.
A
partir de los finales de los 40, surgen en el país personajes que han de
intervenir de manera despiadada, al punto de que muchos habitantes deben
emigrar, iniciar el desplazamiento forzado, para conservar la vida, aumentar la
miseria en las ciudades y determinar el desarrollo de la modernidad colombiana.
Una
parte de la familia Guzmán es amenazada, con panfletos, “desocupen
o no respondemos”.
Huyen hacia el sur e inician otra aventura de dolor al encontrar el éxodo de un
pueblo completo hacia la zona de la neblina y el frailejón. Los dirigentes
agrarios organizan grupos que se conocerían como autodefensas liberales, origen
de las guerrillas modernas.
La
novela va y viene hasta 1970 cuando la familia es diezmada por la guerra, la
vida y la vejez anticipada por hechos generados por el Frente Nacional, la
dictadura de Rojas Pinilla y el fraude en su elección como presidente. Microhistorias
para mostrar la Macrohistoria de un país desangrado.
Este
libro forma parte del proyecto que el autor ha llamado El quinteto de la frágil
memoria; es el tercero de la gran saga familiar, luego de El pianista que llegó
de Hamburgo y La baronesa del circo Atayde. Vislumbra, como ha sido
característico en la narrativa de Pardo, la sensibilidad, la fortaleza y
empoderamiento de la mujer en la cotidianidad de nuestro país.
Incluye
fotografías, mapas, canciones, poemas y reflexiones sobre la condición humana.
Novela de 512 páginas en un excelente formato y una letra
agradable para todo tipo de lector.
Trashumantes
de la guerra perdida, otra mirada de la historia de Colombia.
(Pijao
Editores y Caza de libros)
Los anteriores Ensayos y comentarios aparecen en el libro
Guerra y Literatura en la obra de Jorge Eliécer Pardo
Compilador: Fabio Martínez
Fondo Editorial Universidad del Valle
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