10 de octubre de 2010

CRONIQUILLA: Fernando Ayala premio nacional de novela



No tengo un peso y me llamo Silva



Fernando Ayala Poveda, (Tunja, Colombia, 1951) recibió el premio nacional de novela Ciudad de Pereira 2009 con su obra No tengo un peso y me llamo Silva. La portada es ilustrada por el pintor tolimense Ancízar Guzmán.


Jorge Eliécer Pardo y Fernando Ayala Poveda
Estuve al lado del autor, en tardes enteras tomando café en el Juan Valdés —él saborea un Cumbre— de nuestra vecindad. Lo oí con entusiasmo construir esta fascinante historia de amor y ambiciones humanas de la mano de los herederos del Canal de Panamá. En ella no sólo hurga el alma de sus personajes sino entrega al lector un contexto socio cultural donde, de una manera sutil pero que fluye sin retóricas, el mundo de los Silva desde el conocimiento de quienes soñaron, lucharon y fracasaron y que el novelista retoma para elaborar su mundo de ficción. Es una historia de decepciones y espejismos pero detrás, de ilusiones muy colombianas y latinoamericanas.
Cada tarde Ayala llegaba con un nuevo Silva en su abrigo, lo ponía sobre la mesa y discurría por sus aventuras y desventuras. Traía también un desconocido episodio de amor de esas mujeres que armaban la telaraña del futuro desde la infancia. Un lapicero y unos papeles desordenados dibujaban la estructura y algunas reflexiones de cada uno. Los amigos permanecían en silencio mientras desenrollaba las anécdotas y, algunas veces, las conectaba con sucesos de su vida particular.
Además de mi hermano Carlos Orlando, no he conocido un autor que relate con tanta vehemencia los libros que escribe y, cómo los moldea con el ritmo de su corazón de las mañanas donde se dedica con disciplina de anacoreta a su trabajo. Cuando escribe no admite nada más, se va a fondo día y noche, no pueden hablarle ni tocarlo y lo envuelve un hálito que él llama de santidad o catalepsia.
No tengo un peso y me llamo Silva son dieciséis capítulos subtitulados, a la manera de Kundera o Pamuk con pequeños textos alusivos a lo que en cada uno se cuenta; nos hacen recordar apartes de El Quijote u ocurrencias de El Buscón de Quevedo. Hablamos sobre los textos citados dentro de la novela y las licencias o soluciones que el escritor da a su texto. El lector podrá encontrar las citas de sucesos y autores que acompañan a los personajes de la novela.
Está inquieto con la producción artística de Rodrigo Silva y me pide que lo contacte con él, en Ibagué. Rodrigo, con su alma de cantor y poeta le cuenta su versión sobre la fortuna que les tocó soñar, a él y sus hermanas. De ahí los capítulos que tienen que ver con esas llamadas, esas conversaciones y la partitura que figura en la novela al igual que el epitafio: el hombre empieza a morir el día en que nace y a valer el día que muere. Aquí yacen los huesos de un hombre y los restos de una historia.


Basta decir ahora que este libro reivindica no sólo a una generación de escritores sino que augura la presencia definitiva de Ayala en la novelística nacional. Quizá no importa tanto que sus libros no llenen las vidrieras de las librerías o las páginas de los periódicos o revistas fletadas por las editoriales. Le había dicho que nosotros éramos una generación invisible pero él me corrigió con vehemencia. No, somos la generación más visible y leída que todas las que nos sucedieron. Reflexioné y era verdad, si los libros no tenían la gran publicidad, nuestro trabajo jamás traicionó las permanentes visiones de mundo y la literatura, sin espera de nada más que el respeto, el gusto y, a veces, la agonía de escribir. El mundo femenino y sus imponderables, la amistad y la intolerancia entrelazan la dicotomía entre el desamor, el abandono y el sentimiento puro desde la poética.
Encontré un lector avasallado por la novela, cuestionado no sólo por la anécdota sino por la escritura. Hernando Galeano, intelectual avezado, y gustador de la buena literatura me citó, de memoria, frases y pasajes que hicieron detener su lectura para confrontar la reflexión.
No tengo un peso y me llamo Silva ponderado por el jurado del concurso como el viaje por el país real e intelectual que deja la impresión de encontrarnos frente a un libro vigoroso, de lectura vertiginosa, con un ritmo narrativo desbordante.


En las Cincuenta novelas colombianas y una pintada que lanzara Pijao Editores y Caza de libros en la Feria Internacional del libro, Ayala figura con su libro La mirada del adiós (volumen 247) donde confirma la excelsa prosa y el compromiso con los temas candentes de la sociedad, con sus desaparecidos E injusticia de un país lleno de corrupción.
Enumerar los libros de Ayala sería interminable en este desordenado y mal hilvanado discurrir de la conciencia y emotividad.
Desde hace varias décadas tiene el convencimiento que la literatura debe causar asombro y que la poesía no puede ser excluida de las historias que novela. En su cajón, o en los escaparates de la biblioteca hay varias ediciones príncipe o de autor que nos hemos acostumbrado a hacer para lecturas y correcciones. Varios libros sobre la realidad colombiana que a veces lo atemorizan. Le digo que mató el tigre y le tiene miedo a la piel y él suelta una risa afirmando que es verdad, que nos tocó la dura realidad colombiana que no podemos soslayar con sus fantasmas que nos dictan desde al velo profundo de la muerte sus memorias.


Mario Vargas Llosa y Fernando Ayala Poveda

¿Quién es Fernando Ayala?
Narrador, Ensayista, Periodista de la Radio Nacional de Colombia, autor de cuarenta y cuatro libros. Estudió Literatura y Educación en la Pontificia Universidad Javeriana e Idiomas en la Universidad Nacional de Colombia. Viajó a Francia y España a especializarse en Literatura. Ha sido Profesor de Literatura, Historia Económica, Sociología, Metodología de la Investigación, Talleres de Literatura en la Universidad Javeriana, Universidad La Sabana, Universidad Central, Universidad Pedagógica Nacional (1982-2004). Asesor externo del ICFES para evaluar la calidad académica y científica de las universidades. Miembro distinguido de la Asociación Mundial de Escritores Policíacos. Promotor de la ciencia y el ensayo en Colombia. Colaborador de los principales periódicos y revistas del país con sus ensayos.

Fernando Ayala Giovanni Quessep y Jorge E Pardo
Se dio a conocer con Mujer de Magia Negra (Premio Nacional de novela Awasca), y La Dinastía del Silencio, (Premio Nacional Ciudad de Pereira). Su novela La Década sombría (1982), es una de las novelas clásicas de la violencia Colombiana según Raymond Williams y Seymour Menton. Los Colores de la Fama, se adaptó a la Televisión por la programadora RCN bajo la dirección de Pepe Sánchez con un nivel de sintonía record. Por este libro el Instituto Nacional de Cancerología le otorgó un reconocimiento especial por su legado a favor de la educación y la salud de la mujer.


Ayala Poveda constituye un hito en la narrativa infantil juvenil contemporánea. Desde muy niño eligió como destino las artes para forjar su espíritu. De ahí su vocación por las historias llenas de música, humor, fiesta y ternura. Cada relato suyo celebra la comunión con la escuela, el árbol cósmico, los caballos blancos y el reloj de arena, donde reside el tiempo que les fue concedido a los hombres para ser felices.
Ha recibido reconocimientos especiales por parte de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja (UPTC), la Secretaría Distrital de Educación, la Gobernación de Risaralda, Boyacá y Tolima. Es invitado permanente en las instituciones educativas oficiales y privadas de Colombia, donde ejerce de viva voz seminarios sobre Mitos y Leyendas de Colombia, identidades y música nacional, talleres de lectura, formación de valores y prevención del alcoholismo y la drogadicción. Ayala Poveda forma parte de las antologías del Bolero, el jazz y la literatura fantástica en América Latina. A través de Página en Blanco, dirigido por Jorge Eliécer Pardo, se realizó sobre su vida y obra el documental El Coraje de Vivir emitido por Señal Colombia.
Fernando Ayala Poveda es en la actualidad uno de los escritores colombianos más leídos y reconocidos de la literatura colombiana, por su trabajo con los niños sordomudos, quemados e inválidos, los derechos humanos de los soñadores. En su personalidad de escritor, coexisten con fortuna, el novelista, el dramaturgo, el cuentista, el ensayista, el historiador de la cultura, el catedrático en universidades americanas y el periodista de la Radio Nacional de Colombia donde fundó con Germán Vargas el programa De Viva Voz, que integró a los más prestigiosos poetas y narradores de América Latina a lo largo de una década.

Manual de Literatura Colombiana (Panamericana Editorial, varias ediciones y actualizaciones), propone un viaje total desde los mitos indígenas hasta las vanguardias contemporáneas. Tratado de Paz con la Persona Amada, recrea el proceso amoroso, el bolero y la violencia intrafamiliar. Manual de Historia Colombiana asedia la personalidad intelectual, científica, política, jurídica y cultural de los forjadores del país a través de sus mitos e hitos.
Esfuerzo, solidaridad, trabajo, son los temas del ensayo y la narrativa de Ayala Poveda. Su visión del mundo dignifica los valores creadores de su país y se proyecta como memoria clave entre los pueblos latinoamericanos y universales. Asimismo, su mirada explora el mundo de la guerra y la paz, la niñez y sus conflictos, la mujer y su épica social, la biodiversidad, la democracia y la creación de la Historia global Colombiana.


Su trilogía El coraje de vivir, La otra cara del coraje y El coraje de amar, ha sido el libro de mayor éxito y constante en reediciones por sus aportes sobre la infancia sin niñez, los derechos de los niños y los ancianos.
Aique Grupo Editor de Argentina, Editorial Norma y Coedición Latinoamericana lo incluyó su cuento El Violinista y el Verdugo en Cuentos breves latinoamericanos, (1999) y el limerick Los aventureros del circo y la rosquilla en Poesía de sol y son (Poesía de América Latina para niños, 2000). En 2002, su cuento El Violinista y el Verdugo fue escogido para ser parte del libro La Minificción en Colombia (Universidad Pedagógica Nacional)
Desde 1985, con sus talleres de Lectura genera uno de los movimientos pedagógicos más importantes de las últimas décadas alrededor de los saberes, los valores y los goces estéticos. En Risaralda fundó el Primer Taller de Niños escritores y en Ciudad Bolívar, la Escuela de Creadores Latinoamericanos. Sus libros han rescatado a jóvenes y niños de la irrealización y el fracaso y han abierto el camino a la lectura viva a los sordomudos. De ahí, que ningún lector olvide las siguientes obras: La dinastía del silencio, El sagrado Deber, La estirpe de la discordia, El amargo sabor de la gloria (la guerra de los niños, los pájaros y la resistencia popular). El Campeón, Mujer de magia negra, Mañana volverás a ver el mar, Robinson, el rey de los dormidos, La orquídea del dragón, Aventuras de un elefante en globo, Se va el caimán, Talita en el país de Maldormir, El vuelo de la sirenas (Mitos y Leyendas), Gato Martín, Corazones rotos, El Ratoncito Pérez, El regreso del ratón Pérez, Pedrito de las Nubes, Con alma de niño, Spaghettis para el lobo, La vaca que ríe, Italo Casiringo contra los devoradores del verde.
Gracias a su pasión por las carreteras sin fin, no sólo ha conocido los puertos más recónditos del mar y los misterios de la selva y los Andes, sino además la belleza y el valor de los hombres en su lucha por conquistar los frutos de la vida. En cada viaje suyo, vuelve a ser un argonauta y por eso, comparte sus libros y sus talleres de viva voz, con su nación innumerable, para que la lectura siga encendiendo una lámpara en todos los corazones. En su narrativa viven con asombro y con amor perdurable, los músicos del agua, los tigres escritores y los tejedores del alma. Es autor de una narrativa sobre los problemas humanos, el coraje de vivir y la promesa. Sus historias son apasionantes y vitales, cargadas de humor y carnaval, siempre restauradoras de las esperanzas humanas. Por eso sus libros se mantienen vigentes y son vividos por lectores de todas las edades, en particular, por jóvenes y niños.
Biografía de Fernando Ayala Poveda para los niños y jóvenes
Fernando Ayala Poveda vino al mundo cuando a los gatos le salieron plumas de tanto escuchar las mejores radionovelas de la galaxia. Como los padres de Femando eran fotógrafos, él tuvo que acostumbrarse a vivir en un cajón, en el cuarto oscuro, donde sólo brillaba un bombillo rojo. El niño lloró al principio porque no tenía patio para jugar, ni bicicleta para escalar las montañas, pero después empezó a reírse porque hizo del cajón un barco y del cuarto oscuro el universo más hermoso para navegar. En cualquier momento podía encontrarse con un lago encantado, donde el Arcángel San Gabriel luchaba a muerte contra el dragón. En otros instantes, admiraba a Papá Pan en su trabajo de hacer la luna el sol y las estrellas, todos los días, con ese pan que quien lo come no muere jamás.
Dicen los gatos a los que le salieron plumas y que perdieron dos dientes de tanto comer lápiz, que Femando nunca salió del cuarto oscuro ni del cajón, porque allí podía ver cine gratis, leer mucho con el bombillito rojo y luego volar como un halcón por lugares fantásticos. De este modo conoció en persona al Hombre de la Máscara de Hierro, al Rey Corazón de León y a la muy asombrosa princesa Scherezada. Nada le fue indiferente al soñador, ni los dibujos animados, ni la música de los Beatles. Ni las espadas de diamante hechas de madera ni los balones de oro que él siempre abrazaba porque se consideraba el arquero más amoroso del mundo.
Un día, sin embargo. Fernando se dijo:
"Tengo que buscar mi propio reino, mi caballo blanco, mi calabaza biche y mi puente azul, porque sólo así podré amar y ser amado". Pero Femando perdió siete años en esa búsqueda y no encontró cosa alguna. "No eres bueno para nada " le dijeron los sabios, "Has perdido casi todas las materias porque andas perdiendo el tiempo con novelas, telescopios y caracoles del mar. ¡Despierta, soñador!"
Fernando despertó y entonces volvió a llorar por segunda vez en su vida porque descubrió en las palabras de los sabios toda la verdad. Él amaba las artes y quería ser un artista. Su madre le dijo:
"Si quieres ser un artista puedes serlo, pero antes estudia una carrera en la universidad. Cuando tengas una profesión entonces protegerás a tu artista y así, nunca permitirás que muera de hambre".
Femando le cumplió ese deseo a su madre y bien pronto obtuvo un título en las artes del vuelo y la palabra. Y se hizo maestro y casi muere de hambre. Mientras tanto, era un artista que en todo fracasaba. Quiso ser escultor y pintor pero la luz derretía sus obras. Intentó ser músico pero naufragó en el mar de una guitarra.

Jorge E Pardo, Fernando Ayala y Alberto Duque López
Sin embargo, un bello día, Fernando escribió un poema y el poema lo volvió un cuento y el cuento una novela y la novela una obra de teatro y así se convirtió en un escritor. Y entonces escribió sobre los niños y los jóvenes que viven en cajones y cuartos oscuros, soñando con nuevos mundos, derrotando la oscuridad, amando y siendo amado, luchando por ese pan que quien lo come no muere jamás..

Autobiografía
Nací en Tunja el 15 de mayo de 1951. Mi padre, Julio Enrique, cambió su apellido Riaño, por el materno, Ayala, debido a diferencias con el abuelo Lisímaco, un hombre enigmático e inflexible, fundador de los telégrafos de Boyacá.

Mi padre era un ser sobrenatural, mitológico y a la vez, una criatura conmovedora. Poseía una contextura de gigante, una voz todopoderosa, un apetito feliz y una intuición de clarividente que lo hizo desdichado. Fue un fotógrafo en errancia permanente por los laberintos de Colombia. Su archivo fotográfico contiene cincuenta años de historia nacional, perfiles de la rendición de las guerrillas del Llano, facetas de las adoraciones a Gustavo Rojas Pinilla en la Plaza de Bolívar en Tunja, fisonomías de los ancestros republicanos.
Mi madre, Margarita Poveda, proviene del Socorro y Charalá, con ancestros comuneros. A sus cuatro hijos, les heredó su amor por la cultura universal, la historia, la fe constante en la superación y la meta de forjar la vida como una obra de arte. Gracias a su bondad, su delicadeza y su paciencia, sus hijos pudieron encontrar caminos en los reinos de la ciencia, la literatura y las rectitudes de la vida.

Julio, mi hermano mayor, psiquiatra, vivió en España por más de veinte años y fue un referente y un apoyo vital para numerosos escritores latinoamericanos que fueron a Barcelona en busca de un destino literario. César Augusto, cardiólogo, ha dedicado su vida a mejorar la salud de los desheredados del mundo y las víctimas de todas las violencias, que llegan al hospital San Juan de Dios de Bogotá y a la Clínica San Pedro Claver en largas filas. Como escritor y fotógrafo ha obtenido numerosos reconocimientos nacionales.
Mi hermana Cecilia, lectora incurable, ha sido el pilar de todas las superaciones de la familia. Puede decirse que detrás de nuestra familia, se encuentra una hermana sensitiva y emprendedora, ejemplo de solidaridades sin fin.
Con los años se ha hecho evidente que los lazos familiares más duraderos han provenido del amor indeclinable por el ensayo, la música clásica, las letras, el cine, la pintura, la escultura y sobre todo, con una forma de vida, fundamentada en el inconformismo, que los aturdimientos del mundo no han logrado debilitar. En ese sentido somos una familia con un sentido muy autocrítico y una vocación muy centrada en el destino de lo universal, lo humano y lo bello, preocupada siempre por el destino de la especie, la democracia, la defensa del medio ambiente, los derechos del hombre, las revoluciones en la política y las artes, el arte de vivir en armonía.
Gracias a esos dones, todos pudimos autoconstruirnos, derrotar los años de las necesidades infinitas, superar los ayunos y fortalecer la vida espartana, para no contraer deudas económicas con nadie. De esos años sin bicicletas, sin lápices de colores y sin zapatos, nos quedó la más rica herencia de la infancia: la capacidad de reírnos de nuestros pantalones rotos y el tesón de poder remendarlos con música de navidad.
Demonios, arcángeles y el viento de los geranios
La Casa del Topo en Tunja, tenía ladrillos rojos, jardín, zarzo, cuerdas para extender la ropa, molinillo para batir el chocolate de la abuela y cielo azul. En realidad más que una casa de familia, era un templo donde Dios era silencio y donde la vida decidió agravarse cuando murió la abuela paterna. Mi padre no pudo reponerse de ese duelo. Su látigo se hizo más cruel, su voz más autoritaria, el sermón más eficaz para desencadenar sentimientos de culpa. A todos nos vio como intrusos, hijos del agua glacial a las cinco de la mañana, sometidos a las misas en latín, todos cumplidores de deberes de hombres grandes, enderezados por su voz dura.
Se marchaba con mamá a la fotografía, a trabajar la soledad. Cecilia y yo nos quedábamos encerrados en un corral de madera, hermético, infranqueable. Desde muy niños nos inocularon en la sangre el miedo al demonio y allí estaba vivo, voraz, con sus cuernos, su tridente y su traje rojo. Ese diablo carecía de toda alegría, sentido del humor o amor por el juego. De esas horas surgieron muchos terrores metafísicos por las prisiones, los claustros y las bóvedas de los cementerios.

Fernando Ayala, William Ospina, Jorge E Pardo
Para sobrevivir al demonio que tenía tomada la Casa del Topo, me convertí en un niño imaginativo, fantasioso, en un soñador de historias. Los cielos rasos fueron mi hogar de ensueños. Allí descubrí los cuatro puntos cardinales del universo. Cuando podía subir al cielo raso me hipnotizaban príncipes alados con sus mantos de estrellas. Cuando me era imposible visitar mi caleidoscopio, lanzaba mi pelota hacia una de sus ventanas con la esperanza de que algún enano encantado me la devolviera bañada de luciérnagas.

Gracias al reino maravilloso de los cielos rasos, no enloquecí ante la terrible presencia del demonio. Aunque todavía no tenía conciencia de las transgresiones, la sociedad me había impuesto el terror por el diablo, las brujas y otros seres maléficos. Cada uno de mis actos estaba asediado por una homilía, chantaje, intimidación alrededor del infierno. En aquella Tunja medieval, el mundo era regido por Satán, por el gran maestro del látigo, el fuego y el pecado. Nada se hallaba al margen de su presencia. Su tridente regía los partidos políticos, las instituciones educativas y la vida nocturna. Naturalmente, en el cielo raso, comenzaron a surgir con fuerza mis protectores, el Ángel de la Guarda, San Jorge y Domingo Savio.
Cuando salí de la Casa del Topo, comencé a descubrir mágicos personajes y lugares. Descubrí por ejemplo el olor, el vasto y sagrado olor del eucalipto del Bosque de la Independencia. Precisé maravillado el Mono de la Pila, que me recomendaba silencio con su dedo índice. Me sentí en una perpetua levitación entre los templos de raso y oro de los arcángeles. Los templos barrocos, la suavidad de la piedra milenaria, las campanas de maitines, fueron modelando mi amor por la belleza. En el Pozo Donato, creí entrever la ciudad sumergida de los Hunzahúas. En el rostro de los hombres rurales, que bajaban a la plaza de mercado, se me reveló la vejez de la tierra con sus sequías y sus erosiones. Cada calle me enseñó un modelo de la arquitectura colonial y republicana. En Tunja aprendí a volar sobre un patín y a jugar con Saturno y Júpiter y otras canicas cósmicas, en los patios de los colegios ilustres. El viento de los geranios me regaló la poesía de Juan de Castellanos, la Madre Josefa del Castillo y Hernando Domínguez Camargo.
El cuarto oscuro, los folletines y los boleros

Cuando mi madre me llevó por primera vez al cuarto oscuro de la fotografía, me reencontré con el horror. Las tinieblas me aterraban porque desataban en mí una imaginación autodestructiva. Para vencer esas sombras, subí al último piso del edificio y descubrí que tenía cielo raso. Allí, en sus penumbras reviví escuchando en la radio los folletines que hicieron época y que irónicamente uno de ellos se llamaba El Derecho de Nacer. Esas historias me apasionaban. Las complementaba, las alargaba, les daba un final diferente, me permitían compartir con mi madre la felicidad mientras ella planchaba y yo respiraba con fruición el olor almidonado de los manteles. Cuando mi padre abrió al lado de la fotografía un almacén de discos, el bolero le añadió a las radionovelas nuevos romances e intrigas.

Aunque nuestra pobreza era ardua, esa suerte de penitencia, ayuno o vida en ascuas, nunca nos doblegó, ni nos robó la alegría. Sufríamos, pero sabíamos desquitarnos de los días mezquinos eludiendo las puertas del teatro San Francisco, para ver El hombre de la Máscara de Hierro, mientras uno de nosotros hacía guardia en la puerta para que no nos arrojaran a puntapiés del teatro.
Quizá mi vida se erija sobre esa frontera de lo prohibido y lo maravilloso. Nunca después lo prohibido fue tan maravilloso, ni lo maravilloso tan prohibido. El escritor estaba formándose en esas noches de infierno y gloria. El prisionero del cuarto oscuro persistía en construir un mundo con los carreteles de los rollos de fotografía, mientras mi madre era una sombra entre las sombras de aquel universo negro, infinito, donde mi cuerpo y mi alma flotaban y caían hacia abajo, hacia el fondo de la nada. Probablemente esa vivencia del cuarto oscuro me dejó la costumbre de volar entre sueños, pero siempre dominando mi vuelo, sabiendo que tenía ese poder y que nunca iba a morir de una caída, porque mi espíritu ya se había precipitado hacia lo insondable…
Nuestros libros, el pan de cada día
Fui arrancado de Tunja súbitamente por una diferencia familiar entre mis padres. El desarraigo aún me dura. En Sogamoso creí inicialmente que los tiempos sombríos habían terminado. Hubo días en que fui libre, corrí por montañas, salté abismos, tuve amigos. Y cuando el padre temible surgió de nuevo en casa, me hice un muchacho solitario. Así que me refugié en los libros. Fue inexplicable. Los libros estaban ahí. Mis hermanos los leían con devoción. No sé por qué los elegí. Mis sentimientos encontrados los buscaban con ansiedad. Nadie me los impuso. De repente la literatura rusa se me convirtió en una nueva y hermosa forma de enfrentar el futuro. Máximo Gorki, Iván Turgueniev, León Tolstoi, Fedor Dostoievski, Anton Chejov y Pushkin, son los padres de mis universidades. Los maestros de mi infancia. Otras obras fueron capitales para mi formación: Las mil y una noches, La venganza de Sandokan de Salgari, los cuentos de Edgar Allan Poe, Bola de Sebo de Maupassant, Los cuentos de navidad de Charles Dickens, todos ellos significaban la mayor aventura y el mayor placer de mi juventud. Su lectura me produjo una embriaguez tal que al llegar a la última página terminé transformado, sin saber qué hacer con tantas maravillas.
Empecé a llevar los libros al colegio y a leer en clase. Por eso me expulsaron de las aulas. Entonces me convertí en un rebelde sin causa y las expulsiones se fueron sucediendo año tras año. Nunca entendí las materias que me enseñaban. El monólogo de la educación colombiana, no se compadeció de mi angustia por comprender el universo en que habitaba. No tuve recursos ni amigos para superar los años perdidos. Fui renunciando a los programa académicos, porque le temía a sus signos cifrados, que nadie me enseñaba a descodificar. El cero me abarcó con sus castigos inauditos. Yo era mi propio acudiente y a veces mi propio verdugo. Llegué hasta autoexpulsarme. Algunos observaron mi conducta irregular de alejarme de todos los muchachos para leer un libro no solicitado por el profesor, y entonces me ofrecieron la sabiduría de su amistad. Así inicié el diálogo con el cero y el infinito. A esos maestros les debo mi formación académica. Por la bondad de esos maestros, me superé y logré graduarme de bachiller.
Las vocaciones incineradas y el dolor de no ser nadie
A los doce años escribí mi primer soneto en verso libre. No hubo deliberación. Lo escribí por compartir las palabras con mi mejor amigo. Entonces mi pasión era el fútbol y el atletismo. Muy pronto fracasé en ambos deportes. En el fútbol porque sufrí una lesión en el pecho como resultado de un tiro penal. El segundo porque jamás pude romper la barrera de la mediocridad y desistí después de años de lucha. Era la época de las afirmaciones.
La poesía fue mi primera opción de esa búsqueda insaciable de la belleza frente a un mundo que pretendía deformarme. Como no pude integrarme a las fiestas y expectativas de los compañeros de colegio, dediqué mi tiempo libre a los versos. Escribí poesía política, amorosa y social día y noche. Intenté publicar un libro con apoyo del Instituto Boyacense de Bellas Artes, pero allí quedaron perplejos ante mi solicitud porque en los años de su historia, nunca un escritor se había atrevido a sugerirles tal despropósito y menos viniendo de un adolescente. Sin embargo, uno de ellos, el doctor Jacinto Caycedo Rico, después de verme peregrinar meses enteros, un día en Bogotá, sacó su chequera y me dijo: «¿Cuánto vale la publicación de tu libro?» Le di una cifra y me entregó el cheque. Le pregunté: «¿Por qué confía en mí? ¿Qué ocurrirá si invierto este dinero en otros asuntos productivos?» Me respondió: «Ese es tu problema. Bien sabes que al hacerlo te quedarás pobre para siempre».
El libro Poesía desencadenada lo editó la imprenta departamental de Boyacá en 1972 e inmediatamente lo enterré en el olvido. Por esos días leí a Pablo Neruda. Fue tal el deslumbramiento que me produjo el poeta de Isla Negra, que no vacilé en destruir los libros de poesía que había forjado con la inspiración de mi juventud, porque sentí que mis poemas no poseían éxtasis ni luz de inmensidad. Conseguí gasolina y quemé mis libros con total desolación. De alguna manera lo que pretendía incinerar era mi deformación, los años perdidos, el cuarto oscuro, el desarraigo, el madero prodigioso del náufrago. Esa inmolación de mi poesía no me hizo ni mejor ni peor escritor. Sencillamente fue un designio de juventud. Quizá el resultado de no haber podido romper cadenas, sometimientos de culpa, el viejo complejo de inferioridad del mestizo, el típico suicidio del indígena solar. A lo mejor, creí que mi poesía jamás pasaría de la soledad de un creador, a la solidaridad de un lector y por eso preferí hacerle un sacrificio a esa divinidad de entonces llamada Neruda.

Cuando me hallé en la soledad de no ser nadie, luché por pintar, por ser escultor, por hallar texturas no sólo para descubrir el telar de mi espiritualidad, sino también las manos invisibles del diálogo con el mundo. Esa búsqueda me condujo al teatro. Escribí obras teatrales de protesta social, fundé el Teatro Experimental de Boyacá y se montaron esos esbozos. El público los recibió con fervor. Eran tiempos donde el arte era una vieja herramienta para labores de adoctrinamiento político. El deber principal de todo escritor era transformar a los espectadores, lectores y ciudadanos en combatientes del socialismo. Los artistas con extracción popular ocuparon posiciones de privilegio. Fueron idealizados y sacralizados, pero luego se transformaron en comisarios. Esa etapa de realismo ingenuo y romántico me ahogó con sus esquematismos, su discurso elemental, sus estereotipos y su didáctica para alfabetizar a un vasto mundo de víctimas. Decidí distanciarme de esa visión de la vida y por eso quemé más de once libros de poesía y cinco obras de teatro. Entonces me sentí libre de mandatos, monólogos sobre inventarios de muertos, sindicaciones a patrones; desenmascaramientos a dictadores, presidentes, banqueros y cardenales. De esa experiencia me quedó la quintaesencia de Máximo Gorki por la infancia y las universidades de la vida, y un amor más rico, creador y lúdico por el género humano.
Afortunadamente nunca me vinculé a partidos políticos y gracias a ese sentido de la independencia crítica, renací de mis cenizas para la novela y el ensayo, universos que desde entonces no he abandonado, ni me han abandonado, a pesar de mí mismo. Hoy en día como ayer sigo profesando al igual que mis hermanos, un fe en una sociedad democrática, no autoritaria, sin las grandes diferencias que marcan la muerte del otro, fiel a una literatura donde resuene la historia, el río y el misterio de ser prójimo.
Purgación, tiranía y reencuentro con el éxtasis
A los veintidós años ingresé a la Universidad Nacional de Colombia a la carrera de Idiomas. Después de siete semestres me trasladé a la Pontificia Universidad Javeriana donde me gradué en Filología y Literatura. En la década del setenta, viví a mi manera el fervor por el boom latinoamericano, descubrí a Jorge Amado, me deleité con las aventuras de altamar de Joseph Conrad y la saga de Dickens, Jack London y otros ungidos por la gracia de las estrellas.
A través de la universidad y la academia, precisé que en Colombia, quienes desean ser escritores, no escriben, sino se inscriben en academias que los registran como poetas. También sucede que son escritores, porque así lo acredita un prestigio político, un cargo en la administración de bienes culturales, una filiación familiar con un escritor de renombre, un premio literario, una condecoración, una biografía falaz, una carta de recomendación, un ensayo pagado en forma de publicidad, una nota de prensa, una mención en televisión, un doctorado en lingüística.
Para los académicos, el escritor es un analfabeto, un desheredado de todo, al cual se le concede títulos honoris causa para elevarlo a lo que no es, a lo que jamás pretendió ser, a lo que lo desnaturaliza. La literatura y el escritor, en esos espacios de oprobio, no son más que una excusa para hacer autopsias y cobrar por el crimen.
De ahí surgió mi terrible desencuentro con el mundo de la academias y mi auténtica comunión con el verdadero oficio del escritor.
Las primeras novelas, los borradores sin fin y el jinete eléctrico
Poco a poco regresé al oficio de escribir. Si al final del bachillerato trabajé como el artesano de la palabra, sin descanso ni concesión, rompiendo miles de páginas, a finales de los años setenta, me entregué a experimentar las estructuras de la novela, el lenguaje de la novela, la visión del mundo de la novela. No escribí cuento ni poesía ni teatro. Sólo novela. Leí los clásicos y la vanguardia de la novela norteamericana. Leí a los maestros de la novela europea y a los revolucionarios de la novela moderna. Devoré ensayos sobre novelas y novelas sobre ensayos. Un día visité a un viejo sabio, le pedí un libro sobre La violencia en Colombia y entonces él me dijo: «No debes de leer tanto. Recuerda que los escritores escriben. Ya es hora de escribir». El libro que me prestó paradójicamente me condujo a escribir La Década Sombría, llamada después El Amargo Sabor de la Gloria, una novela sobre la niñez sacrificada, los míticos bandidos de los años cincuenta y los nuevos líderes guerrilleros del Frente Nacional. Narra la historia de una mujer legendaria que decide salvar a su pueblo y lo lleva a conformar una república independiente. Su epopeya descubre el genocidio que el terrorismo de estado ejerce sobre sus ciudadanos. Esa novela fue escrita once veces, con una estructura paralela, dialogada, con un estilo lírico, pero netamente cinematográfica.

Su ejecución fue tormentosa, una permanente y avariciosa búsqueda de la perfección. Permanecía sentado entre doce y catorce horas diarias, ausente del mundo. De esas largas vivencias aprendí que el jinete eléctrico de la literatura puede romperme los huesos cuando el alma no se ha preparado para el sufrimiento y para el éxtasis. Al regresar a la realidad, me encontraba demolido, convertido en un viejo vaquero roto, salía a los parques a tranquilizar mi cuerpo y luego me derrumbaba en una cama, a continuar soñando con esa pesadilla, con esa tortura que es la literatura cuando no se escribe.
A partir de La década sombría, emprendo mi largo camino en la consecución de fraguar una república literaria, con dos océanos, ríos cósmicos, llanos misteriosos, montañas donde el verde es más verde y donde más verdes hay, crisol de razas, truenos, huracanes, avalanchas, plagas, seres descabellados, vórtices de violencias y niños que pintan su propio rostro en el color, la palabra y la música. Esa república imaginaria por supuesto tiene como boceto Colombia, pero es algo más, es la divina comedia, la comedia humana, la tragedia griega, en busca del tiempo perdido, los miserables, guerra y paz, crimen y castigo, cien años de soledad, dejemos hablar al viento, el corazón de las tinieblas, el mundo es ancho y ajeno, el hombre que perdió su sombra, el cantar de los cantares, canto a mí mismo, Comala, América y la ternura; Boyacá con sus rostros en sequía, doña flor y sus dos maridos, lo imposible, la plegaria, lo bello y lo triste, lo eterno y lo breve, las estafas y los entusiasmos fáciles, los aplazamientos, el paraíso y el desierto, las esperanzas de quien canta con la alegría de estar vivo, latiendo en otros corazones. Hacia esa república imaginaria marcha mi barco, mi pluma.

Miguel Torres, Azriel Bibliowicz, Jota Mario Arbeláez, Augusto Pinilla, Jorge E Pardo, Luz Mary Giraldo, Rodrigo Parra y Fernando Ayala
Del Manual de literatura colombiana y otras superaciones
Cuando obtuve la licenciatura en Filología y Letras, viajé a Francia y España con el ánimo de realizar un postgrado en literatura, pero desistí porque en Europa descubrí que debía trabajar por las memorias literarias de Colombia sin pérdida de tiempo. Regresé al país y ya vinculado como periodista a la Radio Nacional y como profesor de Sociología, Historia Económica y Talleres de Español en la Universidad Central de Bogotá, me dediqué a cumplir esa tarea añorada.
En estos contextos, se me entregó la dirección del programa «De Viva Voz», memoria y comunión con maestros de la literatura latinoamericana, desde Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Ciro Alegría, Miguel Ángel Asturias, hasta Carpentier, Lezama Lima, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y otros. Más de doscientos programas salieron al aire en la Radio Nacional de Colombia. Por otra parte, dirigí el programa «Encuentro con escritores colombianos», espacio de divulgación para poetas, novelistas, cuentistas y dramaturgos, maestros y noveles.
A la vez comencé a colaborar con revistas y diarios de tiraje nacional como El Espectador, El Tiempo, El Mundo, El Diario del Caribe, sobre temas de literatura. Promoví encuentros de escritores colombianos en instituciones universitarias y bibliotecas en torno al ensayo literario. Fue una época de trabajo intenso.
He publicado los siguientes estudios literarios: Manual de literatura colombiana (1984); Análisis literario aplicado (1980); La casa pública, (1982); Novelistas colombianos contemporáneos,(1981); La palabra indoamericana, (1984); Cuentistas colombianos contemporáneos, (1986), Poesía colombiana contemporánea, (1983); Historia del ensayo en Colombia (1997)
A través de estos libros recobro la memoria integral de Colombia desde la estirpe aborigen hasta la última escritura de sus creadores. El eje renovador de esa mirada a la literatura colombiana, por supuesto, lo determina la realidad de la literatura como universo privado y no como universo extraliterario, en el cual se valora solamente lo histórico y político y no lo estético y donde al presidente poeta se le erige en dios más por la influencia de su poder o por la aclamación de sus copartidarios, que por su aporte como artista.
Naturalmente para los especialistas, académicos y editores, fue una total sorpresa evidenciar como un Manual de literatura colombiana, publicado por Educar Editores, se convertía en uno de los libros más venidos del año, hasta alcanzar hoy quince ediciones, doce años después de su primer tiraje, el Manual de literatura colombiana sigue siendo el texto de indiscutida referencia para todos los públicos. Lo que en un principio fue sólo un gran sentido de justicia, solidaridad, preocupación y destino por la literatura nacional, después se transformó en una mesa redonda desde donde es posible aproximar las diferencias y vencer la tiranía de los necios.
Realizar diferentes estudios de literatura colombiana general y de vanguardia nunca ha sido una tarea fácil. Por el contrario, la empresa ha sido ingrata, llena de obstáculos, sin apoyo, susceptible de haber sido destruida por manipulaciones, pero muy rigurosa, firme y decidida, gracias a las rectitudes que un día se impartieron desde mi hogar. Nunca esas comuniones han sido destituidas. Por el contrario, con los años, crece mi amor por la literatura colombiana, aunque aún se mantenga en desgreño, como posesión de grupos minúsculos que manejan cargos políticos, magazines literarios y premios literarios.
El rostro de ébano y la saga de los Godoy
Entre el oficio de la cátedra en la Universidad Central, la Universidad Javeriana, la Universidad de la Sabana, la Radio Nacional y el ritual del cine, poco a poco fui recuperando los años en que solía mirar a través de las ventanas otras vidas y otros ritos, en especial la crónica de los emigrantes que llegan a Bogotá huyendo del terror. Inexplicablemente atraído por el rostro del hombre negro, por ese rostro amado en los puertos y en el cine negro norteamericano, investigo largamente la épica del Chocó, la tragedia del oro, la depredación del mangle, las condiciones infrahumanas de los príncipes del ébano.
Escribí entonces Mujer de Magia Negra (1983), (Segundo premio de novela Awasca, 1983), un relato sobre el saqueo espiritual, desde la perspectiva del hijo que ve vivir a su madre una doble relación, una sagrada y otra profana, en una ciudad que no es la del origen, sino la del apocalipsis. El hijo reduplica la historia de su madre en sus relaciones con su novia y después de someterla a la violencia, destruye el espejo y los nuevos cosméticos de su madre, con el ánimo de pulverizar ese mundo donde los extranjeros se llevan el oro, donde los depredadores se enriquecen con el mangle y donde el mundo es sólo una rueda para los que saben saciar sus apetitos con sangre y con el beso de la muerte.
Después escribí la gesta del hierro, gesta que encarna un buscador de orquídeas y una maestra. La historia no se focaliza en la prefiguración de Ulysses sino en Penélope, la cual en El Edén Rojo (1987), se convierte en la primera alcaldesa de su ciudad y en el centro de las insidias y conspiraciones de los pretendientes. Cuando su prometido regresa es asesinado por manos cobardes, porque esa ciudad no necesita sabios, ni erige a sus princesas en reinas, sino en esclavas del luto. El hierro es el motor de un progreso que genera becerros de oro, pero que disminuye al hombre y lo torna un asesino del mundo. De este modo, profundizo esa vieja obsesión por el paraíso perdido, obsesión multiplicada no tanto por Homero y Milton, sino también por las variaciones infinitas de los Ulysses y los Faustos.

En los años ochenta me decido a configurar la saga imaginaria de los Godoy y a partir de la fuente primera de mi padre, me adentro en Carta al padre de Franz Kafka y toda la literatura que tiene que ver con la figura paternal, desde Edipo Rey hasta Los Hermanos Karamazov. Navego por el mundo de la saga y celebro días felices con Conrad, Faulkner, Galsworthy, Steinbeck, Joyce, Kawabata y Mishima. La trilogía aparece con el nombre de La Saga de los Godoy y está formada por La Dinastía del silencio (1988), (Segundo premio Ciudad de Pereira), El Sagrado deber (1989), y La estirpe de la discordia, (1992).
Esta obra es una mirada a cuatro generaciones, a través de las cuales, aparece una república convulsionada por la guerra civil no declarada, el horror de las desapariciones, la tiranía de un padre y la tragedia de una mujer explotada, por el hombre con el cual se casa cuarenta años después de haber sufrido sus torturas y destruido la belleza de sus hijos. En La Saga de los Godoy, no importa tanto lo que se dice como lo que se calla, porque es a través del silencio, de los distintos puntos de vista como los personajes se recrean y se multiplican, donde el juez se hace víctima y la víctima, un verdugo o héroe.
De mi viejo amor por el fútbol, nace la novela Los Colores de la Fama, (1988). Colombia ha sido un país que futbolísticamente ha producido las más grandes tragedias por fuera y por dentro de una cancha. Cuando triunfa sus hinchas diezman las ciudades y ponen mártires a su júbilo. Cuando pierden siempre lo hacen de manera bochornosa, sin jugar, o por fuera de los noventa minutos. De esas conmociones, surgió la historia de Víctor, un jugador negro legendario que sufre una grave lesión en un partido histórico que lo deja a las puertas de la invalidez y que ocurrió no por accidente sino por saldar viejas cuentas personales. A través de la vida pública y privada del jugador, recurriendo a cartas, crónicas y notas radiales, se narra el ascenso, los chantajes, los amores condenados y salvados, la miseria, la deformación y el sufrimiento de un ídolo en su búsqueda de la gloria.
Su adaptación a la televisión colombiana y su éxito fulminante, se debió precisamente a que los protagonistas, por primera vez, se interpretaban con su piel, su historia y su continente de soledad. Igualmente, el sentido conmovedor de la tragedia de las mujeres enfermas de cáncer, le abrió una puerta a quienes sufrían en silencio, lejos de todo apoyo. La Liga Nacional contra Cáncer, le otorgó reconocimiento especial a Los colores de la fama por su vocación de revelación y ayuda. Por supuesto, cuando una obra literaria es adaptada a televisión sufre cambios de piel, enriquecimientos, porque después de todo es un corpus vivo, social. En mi caso personal, esas adaptaciones y libretos, fueron bien recibidos porque crearon solidaridades con el país…
La educación sentimental y la novela negra
Hay resonancias que no concluyen en un solo libro, ni tampoco en la vida del escritor. Una de ellas es el bolero. Desde mi infancia y gracias al amor de mi padre por Agustín Lara, me fui adentrando en la poética musical que mejor ha expresado la educación sentimental del hombre mestizo, y que en un sentido universal, se llama bolero, la historia de un estado de ánimo que puede ser el del éxtasis o el del rencor absoluto. En el bolero viven las identidades de la patria, el canto a los elementos y a la tierra vital, la memoria de la mujer y sus emancipaciones, el baile sugerente de las siluetas y la polifonía de dos rostros que se miran como si fueran espejos de ensueño, el deleite del gesto y el cuerpo ancestral. Para perpetuar la biografía de esa dicha escribí Amar en Bahía, Plaza & Janés (1985). El infausto matrimonio de Rita Navarro y su renacimiento como estrella, el homenaje a los reyes y a las reinas del bolero, los desamores de un compositor y el suicidio de un amante en despecho, cifran las líneas argumentales de Amar en Bahía y hacen cantar en narrativa a las más célebres citas de los enamorados. En Amar en Bahía se encuentra la tragedia griega con el folletín, la narrativa sentimental de Flaubert con el erotismo de D. H. Lawrence.
El Club de la dalia azul, (1986) es un libro de cuentos policíacos. Ya en la Saga de los Godoy, las estructuras de la novela negra se evidencian. Mi culto por Raymond Chandler, Dashiell Hammett y Gastón Leroux, me llevó a escribir varios cuentos sobre el detective Arturo Oviedo. La investigación constituye para mí una de mis grandes pasiones. El investigador es un buceador como el escritor. De ahí que la novela negra en realidad sea una investigación sobre las pasiones humanas y sobre esa inteligencia oscura y clarividente que hace del detective un criminal y del criminal un detective. En El Club de la dalia azul recreo variaciones sobre los crímenes del poder, los crímenes de la infidelidad, los crímenes de las adivinanzas y los crímenes de la doble personalidad. Armar indicios, señalar argumentos de doble fondo, sugerir puertas donde sólo hay cuadros, es un modo de enfrentarse a un lector inteligente, que puede destruir el mundo del escritor cuando pisa en falso. Ese juego de ajedrez entre artista y descifrador es el más rotundo de cuántos existen sobre un tablero blanco y negro o sobre los anagramas que teje todo libro.
Años de cine, viajes y emancipación
Con los años, descubrí que en mi cuarto oscuro, era posible ver no una foto fija, sino una película intensa, diversa, capaz de conmoverme o de divertirme. A partir de ese momento, fui un asiduo visitante de las salas cinematográficas. Nunca perdí un ciclo de cine. El cine clásico mexicano me permitió vivir la honda ternura del mestizo con sus infiernos y sus ruinas. El cine italiano me marcó con el neorrealismo. Me reencontré con mi infancia en Ladrón de Bicicletas De Sica. Toda mención a un título, representa una historia de mi propia vida, vivencias de solitario, comuniones en imágenes con otros hombres que confrontaban el oficio de amar, morir, vivir, luchar por la libertad, buscar un destino en la ciudad, investigar un gesto, entre brumas y luces de neón.
Junto a esta gran pasión, existe otra muy vital y decisiva. La compulsión de viajar. Todos los caminos de Colombia siempre me han llevado al mar. Voy dos veces al año a Cartagena y Santa Marta. Allí puedo reeencontrarme con la luz y el vuelo. El océano me otorga libertades inauditas. Es la cuarta dimensión de los sueños y el color. A veces, en los Andes, me siento prisionero y me sofoco. Desde niño he sido un buscador de agua. En el agua me recreo, sano, sacio la sed, me bautizo y me elevo. Mi naturaleza es totalmente anfibia. Así también son mis novelas y mis personajes. De ahí mis comuniones con Tolstoi, Melville, Hemingway, Exupery y Yukio Mishima.
A finales de la década de los ochenta, renuncio a mi vida de profesor universitario y a todo trabajo ajeno al oficio de escribir. Mis novelas y mis libros en general alcanzan tirajes representativos que me permiten comprar mi propio tiempo. Muchos editores, impresores, autores, vienen a visitarme con frecuencia y me preguntan sobre el método que empleo para vender mis libros. Realmente, el único método que utilizo, es el de escribir con sinceridad cada página. Desconozco el otro factor. Supongo que una buena novela se vende porque nace tocada por un ángel. De ahí que se identifiquen con ella los lectores y por eso en torno a ella, se genere un gran entusiasmo.
Con toda honestidad, no he sido un autor de los llamado de «Torre de Marfil», ni menos de los de «Dioses del Olimpo». En efecto, mis libros se venden porque existe un lector interesado, pero también porque soy un batallador y me aproximo a mis lectores potenciales. De todos modos a esos autores, editores e impresores, al final de la conversación, siempre les he contado un cuento para que se transformen en los vendedores más grandes del mundo:
«Una vez un hombre llamó a una puerta. Una ama de casa salió malhumorada y observó al hombrecillo. No era un recaudador de impuestos, ni un sacerdote. Tampoco un mendigo. Vestía ropas sencillas y limpias. «¿Qué desea?» le preguntó la dama con desconfianza. «Vengo a venderle una obra maravillosa, útil para crecer y fortalecer el espíritu». La mujerona lo contempló incrédula. No podía creer que aquel extraño hombrecillo fuera un vendedor de libros. Más bien podía ser un panadero. Recuperó el aplomo y le dijo: «El dinero escasea. Usted sabe. Tengo un marido tacaño y propenso a invertir su dinero en chorizos. De no ser así, hasta le compraría algún libro. Hum». El hombrecillo sonrió y le murmuró: «Sólo puedo venderle un libro. Su costo no excede el de un chorizo. Le sentará bien. El libro puede llevarlo a pasear, leerlo con jugo de mandarina bajo un árbol, disfrutarlo de por vida y dejárselo a sus hijos como herencia espiritual. La mujerona esbozó una sonrisa cómplice e interrogó con curiosidad irrefrenable: «¿Cómo se llama el tal libro?». El hombrecillo se lo mostró y precisó: «Se llama Así hablaba Zaratustra». La dama lo acarició, leyó una línea y dijo: «¿Quién es su autor?» La respuesta del visitante no tardó en llegar: «Lo ha escrito Federico Nietzsche». La mujerona movió la cabeza negativamente y dijo: «Conozco a Dumas, Balzac, y otros don Juanes, pero a éste caballero no. ¿Quién es?». El hombrecillo se llevó la mano al corazón y respondió: «Yo soy Federico Nietzsche. Si compra mi libro, le doy gratis un autógrafo».
Siguiendo el ejemplo de Federico Nietzsche, nuestro equipo editorial, vendió un tiraje de cinco mil ejemplares de Los colores de la fama, en un encuentro futbolístico entre Millonarios y América, a la entrada del Estadio, El Campín de Bogotá. Asimismo, lanzó en un concierto de boleros, Amar en bahía, y Mujer de magia negra. Hasta la fecha presente, el libro más vendido de mi obra es El Coraje de vivir, actualmente editado por la Editorial Panamericana en un bello formato. Puedo decir con gran humildad que soy un escritor afortunado y que he sido profeta en mi tierra.
Es paradójico, pero en el mundo moderno existen muchas personalidades que todos conocen, pero nadie lee. También otros que todos leen y nadie conoce. Para algunos autores hablar de las ventas resulta vergonzante, para otros una tragedia porque sus libros nacieron muertos para el mercado. En el país hablar de literatura colombiana es un tabú porque según los editores, ésta no se vende. En la actualidad, no se publican novelas de autores que no tengan referencias en ventas en librerías. Las cartas de recomendación; los premios literarios, las buenas relaciones con editores, jurados y críticos; haber publicado en el pasado en grandes editoriales, ya no cuenta. Sólo cuentan los buenos libros, los libros que además se venden, no en paquetes de promoción, sino como lo que son: como bellas, espléndidas y sorpresivas historias sobre la condición humana.
Pinocho, Gargantúa y Pantagruel y Alicia en el país de las maravillas
Mi aproximación a la literatura para jóvenes y niños, comienza con un desaforado amor por las historietas ilustradas, las novelas de Santo, el enmascarado de plata; los vaqueros de Marcial la Fuente Estefanía, y sobre todo, «Las mil y una noches». En mi preadolescencia, devoraba folletines y literatura de aventuras con una curiosidad irresistible. El suspenso, la intriga y los desenlaces sorpresivos, no me dejaban comer, ni dormir. Mis maestros de infancia, los santos maestros que me enseñaron las primeras letras, fueron Collodi, Andersen, Lewis Carroll, Julio Verne, Rabelais, Salgari, Dickens, Mark Twain y toda la familia de los soñadores de la rayuela.
Mi encuentro con el universo de todas las maravillas, me reveló de hecho varios puntos de partida. En primer lugar, me hice consciente de que debía contar buenas historias para niños menores de ochenta años y para viejos mayores de siete. Lo más complejo y difícil en literatura es escribir para niños. Los príncipes de los sueños son exigentes, con una imaginación prodigiosa, un sentido del deleite inagotable y una historia problemática que no se puede falsear. Igual acontece con los jóvenes. Ellos son los capitanes de la aventura, del heroísmo y de los desciframientos de la condición humana.
Decidí entonces recrear mi obra literaria como escritura pura, ajena a las ilustraciones, sin ir más allá de la novela corta. Los niños y los jóvenes colombianos, se identificaron en mis historias y gracias a ese hecho afortunado, mis libros tienen su propia vida y hoy me dan abrigo, pan y música.
El niño abismado y el viejo colosal
En este viaje por la fábula, el rompecabezas se arma y preciso que todo lo que he escrito, no son sino las vivencias de mi niñez y que tal vez lo creado, sólo forma parte de las primeras palabras del niño ante el cuarto oscuro. De ahí emerge La Espada es también un crisantemo, trilogía que conforman los títulos: El Coraje de vivir, (1990), Manuel del mar y la soledad (1991), Santiago en el corazón (1993).
La anécdota sustancial es cotidiana en Colombia. Un niño abismado y un viejo colosal se conocen en una terminal de transporte. La orfandad los signa. El niño no tiene familia ni recuerdos. El viejo ha sido abandonado por sus hijas, por esas hijas que logró que se graduaran como abogadas. Al chico lo marca la cruz de ceniza de los pueblos arrasados por la guerra. Al dueño del taxi artrítico lo humilla la vergüenza de los suyos por no haber renunciado a su profesión. Entre los dos surge un amor sublime. Pero la sociedad no admite esa relación, porque entre el uno y el otro lo que más los une es la muerte, el no futuro. El abismo viene a profundizarse cuando tres grupos en conflicto comienzan a disputarse la paternidad del infante y como no pueden demostrarla, inician la batalla por la adopción.
A partir de ese momento, el niño abismado y el viejo colosal conocerán el llanto, la prisión, el oprobio, la humillación pública, el ayuno, el envilecimiento de la justicia, la prosecución de la mezquindad humana, la furia del chacal que no admite en el mundo el deslumbramiento de la ternura o la dicha. Y juntos tendrán que caminar por la zarza ardiendo, compartiendo libros mágicos, la sabiduría de la infancia y la vejez, la escuela de las nubes blancas y el pino silvestre, el mar que fue, la noche de la tos y la botella rota, y sobre todo el abrazo de los que quieren vivir porque no saben morir.
El escritor en la experiencia social de la lectura
Todo libro tiene un destino social misterioso. Gabriel García Márquez afirma que ningún libro es capaz de tumbar una dictadura. No comprendo bien los significados de esta aseveración. Sin las artes, los hombres vivirían en el túnel. Gracias a las artes cada día asistimos a nuestras propias resurrecciones.

La trilogía, La espada es también un crisantemo, ha desencadenado efectos reparadores en muchos lectores. Sacerdotes me han invitado a mediar en procesos de paz a través mi obra narrativa. Me siento conmovido al descubrir que mis libros, los buscan los ciudadanos en situaciones límites. Muchos jóvenes que fueron sicarios han reconocido que después de leer «El coraje de vivir» pudieron dejar las armas. He visto enfermos en hospitales, presos, drogadictos, viejos en asilos, gente común, sufrida y feliz, enamorados, leyendo un libro mío. Entonces mi vida se reafirma y siente que no se ha equivocado, que mi literatura es para alegría. Que se hace riguroso seguir aprendiendo el oficio, porque ser escritor es un viaje que no cesa. En realidad, la vida es corta, el arte inalcanzable y la verdad lejana.
También he sentido el disgusto de muchos jóvenes porque Manuel y el viejo Santiago no se quedan a vivir en familia al final de la historia. Los niños en especial se han disgustado porque Santiago no puede adoptar a Manuel y ha sido motivo de crítica contra el autor porque según ellos, en Colombia todo es tragedia y nunca la familia puede unirse, ni siquiera en novela. Consulté abogados sobre el tema para buscarle una salida, pero no se halló. La ley colombiana prohíbe que hombres de la tercera edad adopten porque son personas de alto riesgo y en caso de muerte generan otras orfandades a los infantes.
Debo reconocer que esta trilogía no ha sido concebida así desde el principio, sino que es un tema que se fue desarrollando en conflicto con los lectores, buscándole una salida a la vida nacional, a las expectativas de los niños y los jóvenes de Colombia. A pesar de esto, no pude traicionar mis libros en aras de un final rosa y feliz. Al contrario, esta búsqueda de la felicidad se problematizó aún más. Si la primera parte es la crónica de un juicio por la patria potestad de Manuel y luego por su adopción, la segunda es por un juicio a un inocente y un juicio de desadopción que en realidad no es una tragedia sino un triunfo. La tercera es la unión libre, la clandestinidad en que viven Manual y Santiago, el contexto ilegal y subversivo que asume el niño y el viejo.
Muy a menudo, muchos jóvenes me hacen preguntas: ¿cómo va a ser Manuel cuando grande? ¿Un sicario? ¿Podrá estudiar su bachillerato? ¿Será un campeón de ajedrez? Francamente no tengo respuestas porque básicamente Manuel es un niño y cruzar esa dimensión es un problema muy complicado. De alguna manera Manuel surge de esa saga de niños y jovencitos de «Corazón» de Edmundo de Amicis, Huckleberry Finn, Tom Sawyer, y de los sufridos hermanitos menores de Charles Dickens. Naturalmente su historia está ligada a los chicos de Juan Rulfo, José María Arguedas, y el Hijo de ladrón de Manuel Rojas.
Innumerables jóvenes han ido a buscar a Manuel y Santiago al terminal de transportes de Bogotá pero no han podido hallarlos porque el autor no anotó en la novela el número de la placa del taxi rojo. Quieren hablar con un hombre bueno y misericordioso como Santiago. Desean dialogar con Manuel, ese niño que al nacer ya era viejo para morir, y que configuré, con mis fantasmas, como el pequeño Kafka, como el huérfano absoluto, como el niño extraviado, el hijo del sanatorio, cárcel, campo de concentración o centro de salud para refugiados, pero no psicótico, porque Manuel en efecto, puede ser un perseguido político, social, cultural y metafísico.
En Colombia lo absurdo y la muerte son instituciones naturales. De ahí su estado de extrañamiento constante y su situación límite. En mi mente pervive esa imagen conmovedora del maestro y el discípulo, frente a una vela que se consume y en la penumbra las sombras dialogan sobre el amor humano, las adopciones, el ajedrez de la sabiduría. El tema fundamental de Manuel, surge de la tragedia de las ciudades arrasadas donde a los huérfanos se les aparecieron padres, parientes, y vino el gran debate sobre sus identidades. Sobre el caso de la desadopción de Manuel, la anécdota se registra en el accidente del avión en Estados Unidos donde sobrevivió una niña colombiana que fue entregada por sus padres al Bienestar Familiar porque había quedado con problemas mentales. De todos modos, la ley no prevé la desadopción.
Gracias a esta experiencia del escritor con sus lectores, hoy siento que mi vida está plenamente realizada y que mi obra literaria ha cumplido un destino de felicidad frente a la soledad. Como escritor estoy aprendiendo a escribir cada día. Este largo viaje nunca termina, sólo se alimenta del camino. Lo demás son pequeñas gratificaciones, vanas glorias, homenajes de papel periódico que terminan en la caneca.
Lo único sagrado es el abrazo del lector, la lectura problemática, la construcción de una lectura en soledad hacia la solidaridad y la belleza de ser uno en todos…
De la literatura de hadas a la literatura del verde
En La Espada es también un crisantemo se insinúa un crecimiento de mi preocupación por la destrucción de la casa del hombre. En Italo Casiringo contra los devoradores del verde o el Combate de la Rosa y la Arena (1993); se asume esa preocupación como una develación total. De alguna manera es mi retorno al cero, mi confrontación con el cero, con el señor O, con el viejo O3, con O grande de Oxígeno, con la rueda y el círculo, con la circunferencia y la historia circular, con el planeta azul y la O cifrada, que el sabio Caldas llamó «Oh larga y negra partida».
El título de esta novela en realidad reúne distintos géneros. Italo Casiringo es la novela épica del personaje. Contra los Devoradores del verde, encarna la novela maravillosa. El Combate de la Rosa y la Arena, captura la esencia de la novela filosófica. Lo épico, lírico y dramático forman la trinidad de esta narración contada a dos manos, con un prólogo que es epílogo y un epílogo que es prólogo. Los protagonistas, Italo y Sulay son los escritores y a la vez los protagonistas trágicos. La literatura es la fuente de salvación del planeta azul y el planeta azul la fuente de salvación de la literatura. El filósofo, el bufón y la bruja recobran sus plenos poderes en un mundo que los ha desterrado. Sin bosque la literatura parece desaparecer. Del infierno verde no quedan sino las cenizas del hombre. De la literatura que generó el terror por la barbarie de la naturaleza, no queda sino la paradoja de la incredulidad. En realidad es macabro descubrir que la selva no se devoró a Arturo Cova, sino que Arturo Cova se devoró la selva. El verde sólido ha sido envasado y también el verde líquido.
El hombre es la mentira trágica del mundo, la mueca siniestra de la inteligencia autodestructiva. El hombre jamás ha superado su condición de devorador por sus apetitos incontrolables. El omnívoro de lo crudo y lo cocido, de lo bello y lo triste, de la cábala y el cero, no era un dios sino un tracto vituperado por el excremento y la peste. Italo aspira a salvar a ese mendigo del sueño, el agua y la carne a través de lo más puro que el espíritu ha logrado en dos mil años de civilización: las bellas artes. No obstante, en ésta novela, la batalla sinfónica, pictórica y lingüística, que libra Italo contra los devoradores del verde, no quiere ser sermón, ni grito sino la más pura resonancia de la belleza sobre el espíritu. Recordemos que no es tan sólo artista quien escribe, sino también quien lee, y que por lo tanto, el mundo de la fábula como el de la vida depende de la solidaridad de esos dos creadores. En esta unción de la palabra y la vida reside la clave de nuestra última quimera.
Esa saga sobre la literatura verde, donde confluye la magia, las supersticiones, los mitos y los poderes del sueño, la configura otros títulos. Ellos son:
El Ratoncito Pérez y el regreso del Ratón Pérez, relatos maravillosos de dos viejos hermanos que amanecen en el interior de una botella. Uno se transforma en niño para vencer la tiranía del títere titiritero a través de los acertijos, limerick y mil juegos del lenguaje.
Robinson el rey de los dormidos (1996) historia de un niño alcohólico, en búsqueda de su identidad, entre contadores de mentiras que lo enloquecen y le rapan la cabeza, lo someten a las pesadillas y lo transforman en una criatura desdichada.
El campeón de la sierra del peligro (1997), crónica fantástica de un perro que lo atropella una tractomula y lo salva un médico santo, lo adopta el gallo Ariza y lo pone a estudiar en una escuela. El perro, de nombre Trapero, aprende a leer historias de perros y en los juegos olímpicos conquista doscientas medallas de oro, pero pierde, razón por la cual le sucede lo impensable.
La barbuda y pegajosa historia de Miguel de la mancha (1997) narra la búsqueda de la mancha por parte de Miguel de los Siete Mares, un pez que anhela salvar el mar. Nada río Magdalena arriba para dar con la fuente de la mancha que envenena el océano. Cuando la encuentra no puede destruirla y se convierte en un devorador del verde. Al final, cuando consigue llenar el cántaro del agua de las unciones cósmicas, retorna al mar y lo purifica. Esta novela es un contrapunto de Miguel de Cervantes Saavedra, don Quijote de la Mancha y los monstruos modernos del apocalipsis actual.
La búsqueda inevitable del paraíso perdido y la balada
¿En qué lugar de la tierra hubiera podido buscar mi viejo árbol? Pudo haber sido en el desierto, donde sembré flores, robles, estrellas y ríos, necesariamente se decide a sentar cabeza. Pudo haber sido en Taganga y allí debí haber fundado un hogar, abrazar un hijo y saludar el mar entre los amaneceres del amor. Pudo haber sido en Cartagena del alma, en los bosques y aguas del diluvio de Marsella, en Risaralda. Pudo haber sido junto a los petirrojos de Anapoima o bajo algún árbol Barichara, Oiba, Río de Oro, Sáchica. El lugar que elegí al final de tantos viajes, fue Villa de Leyva, porque allí estaba el mar que fue, el mar de arriba, el mar estrellado, la callecita donde mi padre caminó al final de sus soledades. Probablemente, de allí marche hacia alguna galaxia a escuchar a las sinfonías celestiales de la música clásica, Tchaikovski, Pavarotti, Carreras, Alfredo Sadel, nostalgias de los años setenta, José José, Sinatra con whisky en las rocas.
Al término de este fin de milenio, inevitablemente recobro los años perdidos y con una juventud distinta, después de tantos años de silencio en verso, escribo Baladas del rostro que se cierra (1997), y me adentro totalmente en el cuarto oscuro. En esta poética un hombre va de regreso a sus orígenes. En el viaje ve flotar ataúdes en los ríos y ve parejas nupciales salir de iglesias de neblina, ve los vaqueros de las tractomulas hablar con Dios para no dormirse en las autopistas interminables, ve a un poeta emerger de los primeros versos que un día destruyó porque de repente ha vuelto a entrever la luz de los cielos rasos…
Mis libros tienen una extraña particularidad, de interesar por igual a los mayores y a los niños, gracias a que bajo las apariencias, se esconden preocupaciones de carácter filosófico, pero expresadas en un lenguaje sencillo y excitante.
Tanto en mi vida como en mi obra literaria, me revelo como un artista integral en compromiso con el desarrollo cultural y espiritual de mi patria y en debate permanente con la revolución de ideas de mi tiempo. Como persona y como novelista nunca he disminuido la libertad de ningún hombre, ni he atentado contra la vida de las especies. Me atañen las utopías por salvar el planeta azul, nunca he renunciado a las quimeras a favor de la felicidad del hombre y de los seres diferentes a él. El arte es mi religión y en el arte cifro mi redención, porque toda belleza es un éxtasis que nos eleva hacia los dioses desconocidos de la ternura.

El Pensador y el ensayista (Aquí encontrarán)
La casa Pública. Aquí encontrará: una reseña y el ensayo: Imagen y Presencia de la Literatura Latinoamericana
Tratado de paz con la persona Amada. Boleros para el Alma. Aquí encontrará: una reseña y el ensayo: Las mitologías de amor
Manual de Historia Colombiana. Aquí encontrará: una reseña y un reportaje al autor
Manual de Literatura Colombiana. Aquí encontrará: una reseña y varios comentarios sobre el libro de los escritores, Germán Santamaría, Héctor H. Orjuela, Vanguardia Liberal, Revista Cambio, José Luis Díaz Granados, Ramón Illán Bacca, Pedro Gómez Valderrama, El Tiempo
Narrativa: novelas y cuentos (Aquí encontrarán):
Novelas
Amar en Bahía Aquí encontrará: una reseña, comentario del autor: historia personal de una novela
Década Sombría Aquí encontrará: una reseña y un fragmento
Los colores de la Fama Aquí encontrará: una reseña y un fragmento
La Dinastía del Silencio Aquí encontrará: una reseña y un fragmento
Mujer de Magia Negra Aquí encontrará: una reseña y un fragmento
La orquídea del Dragón Aquí encontrará: una reseña y un fragmento
Cuentos
El Club de la Dalia Azul Aquí encontrará: una reseña y un cuento el Violinista y el verdugo
El vuelo de las sirenas Aquí encontrará: una reseña y un cuento: Bochica: Pintor del Telar estelar
Spaghettis para el Lobo Aquí encontrará: una reseña y un cuento: Hermano Lobo y su sombra

El señor Zig Zag 
El Señor El Señor Zig Zag nace de los viajes de Fernando Ayala Poveda por las ciudades del mundo donde ha vivido el caos, la guerra y el terror. Lo urbano y lo fantástico, son los ejes de estos tres relatos de suspenso. El Señor Zig Zag recrea el método del desbaratamiento y el saqueo de las instituciones públicas. El Autobús Lunático, vivencia la demencia del tráfico urbano, con todo su horror y sus accidentes fatales, que inmolan la vida de seres inocentes. Memo, el pelagatos, precisa la parábola de quienes reinan ejerciendo el narcisismo, la soberbia y las vanidades de este mundo, destruyendo la solidaridad de los otros.

Ensayos y comentarios sobre la obra de Fernando Ayala (Aquí encontrarán):
Amar en Bahía, Por ANTONIO CRUZ CÁRDENAS
Mujer de Magia Negra por RODRIGO PARRA SANDOVAL
Mujer de Magia Negra por CARLOS BASTIDAS PADILLA
Ítalo Casiringo, el héroe del verde, por ANDRÉS HURTADO GARCÍA
"¿Paraíso o utopía?”, por JOSEPH F. VÉLEZ





Fernando Ayala P y el poeta G. Quessep
MarianaFriburg dijo...

QUE HERMOSA RECOPILACIÓN DE LA OBRA DE FERNANDO AYALA, ME SIENTO MUY CONTENTA CON ESTE TRABAJO. UN SALUDO.

Natalia Acevedo & Deisy Barrera dijo...

Tengo Tantas Emociones Que No Se Como Expresarlas Todas A La Vez. Algún Día Dije Que Quería Conocer Un Escritor Peo Jamas Tan pronto
por esto FERNAO AYALA hoy digo que eres mi escritor favorito aquella persona a la que Admiro

Deisy Barrera..

Francisco Sánchez Jiménez dijo...

44 libros son de por sí un número abrumador tanto para la escritura del autor como respecto del lector, más cuando abordan todos los géneros y subgéneros narrativos. Tal dedicación depara admiración. Suerte al autor en tan amplio cometido.

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